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lunes, 31 de enero de 2011

La adolescencia

LA ADOLESCENCIA

Jean Paul Sartre decía que el ser humano es un proyecto que se va construyendo paso a paso, el hombre pasa por diferentes etapas en su vida para alcanzar su plenitud: su “ser en plenitud”, y la adolescencia es una etapa vital para la formación del carácter de todo ser humano.
La adolescencia es una etapa ineludible en todo ser humano y ejerce de puente entre la infancia y ser adulto, es una etapa harto complicada de entender porque nos damos cuenta de que ya no somos niños pero tampoco adultos, por tanto es la época en la que tenemos nuestra primera crisis existencial porque notamos cambios en todos los aspectos: físicos, psíquicos, sensitivos, etc., ..y no sabemos a qué son debidos. Entonces es cuando comenzamos a plantearnos cuestiones sobre hechos a los que no dábamos importancia hasta el momento o sobre cosas en las que ni siquiera habíamos pensado.
Cuando somos niños sólo pensamos en jugar, divertirnos, y hacerles la vida imposible a nuestros progenitores, porque lo queremos todo y si no nos es concedido ejercemos el derecho al pataleo; cuando somos niños somos egoístas por naturaleza y nos creemos los reyes del mundo, ni siquiera pensamos en el otro sexo.
Cuando queremos educar a un adolescente hemos de tener en cuenta , como educadores, que el mismo está sufriendo una transformación completa a todos los niveles y hemos de usar la empatía para comprender lo que le sucede, debemos intentar ponernos en la piel del alumno-adolescente. Es básico intentar comprender la naturaleza de la adolescencia para llevar a cabo nuestro propósito como educadores de adolescentes: proporcionarles un currículum, una educación escolar y un proyecto de futuro.
Como ya he dicho antes, la adolescencia es la transición de la infancia a la edad adulta, y se inicia con la pubertad; es un período de desarrollo más rápido que ninguna otra etapa de la vida, exceptuando la infancia. El desarrollo del adolescente no es singular ni sencillo, y los aspectos del crecimiento durante la adolescencia rara vez se producen a la vez entre individuos o jóvenes de la misma edad. Los preadolescentes (10-14 años) son complejos, diferentes entre sí e impredecibles, van descubriendo que sus cuerpos sufren transformaciones notables, se dan cuenta de que sus capacidades mentales e intelectuales son mejores, y se convierten en “zoom politikon”: se preocupan por las relaciones con los demás y son conscientes de que viven en una sociedad con unas reglas y unos valores determinados que deben seguir, ya no son niños egoístas sino futuros adultos.
La adolescencia es sinónimo de cambio a todos los niveles, el adolescente sufre cambios físicos enormes: aumentos de tamaño y de peso, maduración de las características sexuales primarias y secundarias y aumento en la actividad mental formal. El adolescente es consciente en todo momento de los cambios que experimenta y se adapta psicológicamente a los mismos, tanto a los que tienen lugar en sí mismos como a las variaciones de desarrollo que se producen en el grupo de adolescentes al que pertenece.
Como los cambios no se producen al unísono en todas las personas, el adolescente se preocupa porque sus compañeros no pueden madurar al mismo ritmo. Aparte de la maduración física, el adolescente también sufre una maduración intelectual, que tampoco es igual en cada persona. El adolescente adquiere una terminología más extensa, dicha terminología va desde las preocupaciones operativas concretas: el aquí y el ahora, hasta los aspectos hipotéticos, futuros y espacialmente remotos del pensamiento abstracto. Estos cambios conceptuales se dan a medida que los estudiantes son capaces de asimilar conocimientos sobre nuevos fenómenos y sus ideas elementales se sustituyen por nociones más predictivas, abstractas o sólidas.
El adolescente comienza a preguntarse por su futuro, empieza a pensar como no lo había hecho hasta entonces y se da cuenta de que no había usado sus capacidades. El adolescente comienza a pensar en su porvenir y percibe que nunca hasta ahora había tenido que deliberar para después elegir, porque cuando era niño no tenía esa preocupación ya que era feliz en su mundo. Pero ahora es consciente de que debe elegir el itinerario que puede marcar su destino: tiene que decidir si quiere estudiar o trabajar, si quiere estudiar ciencias o letras, si quiere ser mecánico o ingeniero, etc., todo esto comienza a preocupar al adolescente y se da cuenta de que está viviendo una crisis existencial. Esta crisis se agudiza cuando conoce los conceptos: “amor”, “sexo”, “familia”, “muerte”, etc., que hasta entonces no existían para el adolescente y que le harán ver que su vida está cambiando por completo.
Otra crisis que está latente en los adolescentes es la crisis de identidad, el adolescente es consciente de que está en tierra de nadie, a caballo entre la infancia y la edad adulta, e intenta asociarse con sus coetáneos para buscar esa identidad perdida, las cuestiones de asociación e identidad son primordiales en ese momento para el adolescente. Cuando el adolescente es un niño, sus valores están regidos por sus progenitores; pero en la adolescencia esa situación cambia porque el adolescente pasa a verse influido por sus compañeros. El adolescente se siente más seguro con sus compañeros que con sus padres, porque éstos son incapaces de dar explicación y sentido al cambio que está experimentando y el adolescente cree que en ese momento es más válido el sistema de valores que pueda captar de sus compañeros que el que haya aprehendido de sus padres.
Lo que vemos con nitidez es que el adolescente es una persona confundida y desorientada, es consciente de que cada decisión que esté tomando ahora formará parte de su futuro pero no piensa con claridad por la desorientación y la confusión, es decir, por la crisis de identidad y de valores que padece.
Esta crisis puede conllevar un riesgo porque el adolescente puede actuar de dos maneras diferentes: a) intentando sintetizar sincréticamente lo que le parezca coherente del sistema de valores aprehendido de sus padres, con lo que crea válido del sistema de valores tomado de sus compañeros, para así crearse su propio sistema de valores y obrar de modo firme y con rectitud, buscando su propia autonomía y desarrollando su autoestima; b) desmarcarse por completo del sistema de valores que le han enseñado sus padres y sólo hacer caso de lo que vea en sus compañeros, sin distinguir entre lo bueno y lo malo, éste es el peligro porque el adolescente se puede ver metido en problemas sin quererlo: drogas, alcohol, suicidio, promiscuidad sexual(con riesgo de embarazo no deseado), conflictos con otros alumnos, etc., esto es lo que se conoce como “malas compañías” y se debe a que el adolescente es incapaz de tener una personalidad propia y se deja influenciar por los demás. Esto se puede acrecentar y derivar en delincuencia si no se remedia y ahí entra la función del educador.
El educador debe tratar de ser un segundo padre e intentar comprender a los adolescentes-alumnos, y para ello es necesario que el adolescente esté dispuesto a colaborar, debe existir una interacción profesor-alumno para que el adolescente cumpla sus objetivos y el profesor se sienta realizado. Pero lo que no debe intentar nunca el profesor es imponer reglas o normas porque el alumno se rebelará, el adolescente se crea su propio sistema de valores y los lleva a la práctica. Uno de esos valores debe ser el respeto mutuo entre el profesor y el alumno, pero respeto no significa distanciamiento porque debe existir armonía en la clase y para que surja la misma es necesaria una buena relación entre ambas partes.
Como he apuntado antes el adolescente corre el peligro de caer en las redes de lo desconocido, bien por su ignorancia o bien por malas influencias. La adolescencia es el período de la locura, es cuando crees que no tienes miedo a nada cuando en realidad recelas de todo y te crees mejor que los demás y el más fuerte, cuando sabes que siempre habrá alguien más fuerte que tú y que alguien te superará en alguna faceta. El adolescente debe ser capaz de poder forjarse su propia personalidad y no dejarse llevar por los demás, si se deja llevar por los demás nunca tendrá integridad como persona o, si va por el camino errado, acabará siendo un desgraciado por haberse dejado influenciar por compañeros que no han sabido madurar porque no han podido superar esa crisis existencial que conlleva el ser adolescente. El adolescente debe tener su propio modelo axiológico y el mismo debe contener aquello que le puede conducir a la felicidad y a ser una persona de provecho.
Aunque el adolescente se cree su propio sistema de valores, sus padres deben intentar que esos valores sean los adecuados para su formación como personas, sino es así el adolescente puede acabar en la indefinición y es entonces cuando busca cobijo entre compañeros que están como él: desorientados, confundidos, sin identidad, etc., esto sin hablar de familias desestructuradas y que están viviendo al margen de la sociedad, un adolescente que provenga de dichas familias puede ser, gracias a la desidia de sus padres, la peor influencia para cualquier adolescente que provenga de una familia normal y que esté afrontando la crisis de la adolescencia. Ahí entra nuestro papel como educadores porque nosotros podemos ser capaces de enderezar el rumbo de dichos adolescentes intentando ponernos en su piel para comprender su modo de pensar y hablando con los padres de ambos tipos de familias para explicarles que lo que les está pasando a sus hijos no es ninguna tontería, y que deben intentar ayudarles a comprender lo que les sucede.
Los educadores no somos sólo eso sino que debemos ejercer de psicólogos o pedagogos para poder entender al adolescente, pero por mucho que avancemos en nuestra función como educadores eso no servirá de nada si los padres del adolescente no siguen nuestra función y ejercen también de psicólogos; el adolescente se debe sentir valorado y entendido por sus padres, aunque éstos, en realidad, no puedan explicarle muchas cosas de las que le suceden, sí deben intentarlo por lo menos dejando a un lado los tabúes: por ejemplo, la sexualidad, las drogas, etc.,
Por otro lado, el adolescente adquiere consciencia de lo que significa la amistad, para el adolescente lo primordial son sus amigos porque necesita formar parte de un grupo de iguales, también desarrolla mayor interés y tiene mayor relación con miembros del sexo opuesto. El adolescente participa en una gama de actividades más variada y que le ayuda a establecer un concepto de sí mismo y de su identidad personal. El adolescente busca su identidad, y para ello primero debe establecer quién es, qué lugar ocupa entre sus compañeros y dónde encaja en el conjunto de la sociedad.
El adolescente, a medida que se va esforzando por resolver sus problemas y efectúa ajustes psicológicos a los cambios que acaecen en su vida, se enfrenta de modo ineludible a conflictos que se dan entre las diversas identidades y valores que se están a su alcance. Cuando los conflictos se resuelven de manera negativa, el adolescente tiene sensación de estar alienado o distanciado con respecto a su familia, amigos y la sociedad en general. Esta alienación es aislamiento, ausencia de significado, de normas y de poder, y es el punto de partida de los peligros antes mencionados: alcoholismo, drogadicción, suicidio, problemas de conducta y promiscuidad sexual.
El adolescente se siente alienado porque se siente utilizado por la sociedad, es tratado como mercado de consumidores, fuente de mano de obra barata, o capital humano, así vemos que el materialismo ejerce una gran influencia en los valores del adolescente. Pero el adolescente se habitúa a ese consumismo y lo adapta a su estilo de vida, claras manifestaciones de esto son la forma de vestir y la música, que le dan en parte sensación de identidad y le compensan la sensación de alienamiento. El adolescente experimenta también una sensación de impotencia ante lo que le sucede porque tiene necesidad de asumir un sentido de independencia. El adolescente cree necesitar, para desarrollar una personalidad independiente, emanciparse del control de la familia y garantizar la igualdad de estatus en el mundo de los adultos, esa necesidad da lugar a multitud de malinterpretaciones y conflictos que surgen en el hogar y en la escuela, es cuando el adolescente comienza a rebelarse.
Esta rebelión podría ser bien vista por parte de los adultos si fuera considerada una prueba de madurez, pero no es así porque el adolescente trata de imponer sus propias reglas, y estas reglas chocan frontalmente con las reglas del profesor o de los padres. El profesorado, por ejemplo, no entiende la necesidad de independencia que tiene el alumno y lamenta la aparente pérdida de respeto por parte del mismo, cuando en realidad el alumno trata de buscarse a sí mismo.
La escuela tiende a maximizar el sentimiento de alienación del adolescente, porque establece normas y reglas que privan al alumnado de la independencia y libertad de pensamiento y acción que necesitan, la escuela le proporciona ambientes estructurados y anónimos que resaltan el logro cognitivo antes que el reconocimiento de sus necesidades emocionales y físicas, las escuelas promueven y refuerzan sin quererlo esa sensación de impotencia y aislamiento hacia la que tiende el adolescente. El adolescente cree que la escuela le está transmitiendo de modo implícito e impositivo falta de afecto, ese afecto es lo que en realidad busca el adolescente y por eso el adolescente no se identifica e implica plenamente con el proyecto de la escuela. El educador debe darse cuenta de esto como psicólogo e intentar solucionar los problemas del alumnado que estén a su alcance, debe intentar que los alumnos busquen su autoestima y que se sientan útiles para la sociedad.
Por otro lado, aparece en el adolescente el interés sexual: el adolescente empieza a citarse con miembros del sexo opuesto y a iniciarse en la actividad sexual, influido por los cambios hormonales y anatómicos así como por las expectativas sociales, la elaboración de pautas personales de moralidad y comportamiento será un tema crítico para el adolescente desde entonces.
En los adolescentes no sólo hay necesidades de carácter personal o social en el ámbito de sus relaciones inmediatas, son sociales en un sentido más amplio porque se interesan por los temas de los adultos y tienen capacidad para poder comprender y afrontar los problemas y complejidades del mundo que les rodea, y desarrollar actitudes en torno a los mismos. En esta época, el adolescente empieza a imaginar y a adoptar personajes, roles, etc., a los que pueden aspirar como adultos, así como a explorar las exigencias del mundo laboral y de las responsabilidades de los adultos.
Según Bennett y Lecompte, la adolescencia es un fenómeno reciente y es más propio de los países más industrializados de las zonas más occidentales del mundo; en otras sociedades y en otras épocas, el paso entre la infancia y el ser adulto es más breve comparativamente hablando. En las sociedades tradicionales se puede apreciar que el período entre la infancia y la edad adulta se asociaba asiduamente con el instante en que la persona joven llegaba a la madurez física, a la autosuficiencia económica y encontraba una pareja con la que contraer casorio, estos eventos solían darse al mismo tiempo y éste es el caso de comunidades aborígenes, por ejemplo.
Paradójicamente con lo que sucede en las sociedades industrializadas, a estos jóvenes les era permitido en buena medida ejercer su voluntad cuando y donde quisieran, incluso tomar decisiones en el instante en que estuvieran preparados para obedecer a sus propios intereses económicos y familiares. Pero a medida que el mundo occidental se fue industrializando, se retrasó durante mucho más tiempo la llegada a la edad adulta, que normalmente se establecía mucho después de que hombres y mujeres llegasen a la madurez física. También afirman que la forma particular adoptada por la escolarización y la economía ha tenido un impacto sustancial sobre ese retraso en la llegada a la edad adulta. La práctica común existente en muchos países industrializados es que los estudiantes pasen períodos de tiempo cada vez más prolongados matriculados en instituciones educativas destinadas a prepararlos para ser económicamente autosuficientes en un mundo laboral que exige personas maduras y altamente cualificados. A diferencia de sus antepasados, los jóvenes son distribuidos en grandes grupos, aislados de la mayoría de los adultos, y privados de muchos de los derechos de los que disfrutan los mismos.
Existen diversas variaciones entre los adolescentes: género, raza, etnia, clase social y lengua, todos estos factores definen la actitud y el comportamiento del adolescente. Las normas y comportamientos de los adolescentes y de sus grupos de amigos vienen determinados por su posición socioeconómica y la cultura de sus comunidades, esto se acrecienta ahora con el surgir de las sociedades multiculturales y globales.
En fin, la adolescencia no la crean sólo los adolescentes, en muchos aspectos es reflejo y adaptación de problemas y preocupaciones de los adultos, y en ella intervienen parcialmente los adultos que se distancian de los problemas de la adolescencia aduciendo que existe una falta de influencia sobre sus normas y valores. El narcisismo se ha extendido por amplios ámbitos de nuestra cultura y muchos adultos se muestran ávidos por imitar los valores y estilos adolescentes, como si intentasen simbolizar su propia y sempiterna juventud e inmortalidad antes que reafirmarse y guiarse mediante sus propios valores morales. Educar a los preadolescentes significa aceptar y participar en sus preocupaciones, sin admitirlas ciegamente ni rechazarlas de manera tajante.
El adolescente termina atrapado en un dilema porque, por un lado, tiene necesidad de independencia y, por otro, tiene necesidad de seguridad. Las exigencias de los preadolescentes son complejas, cruciales y desafiantes para los que les ha sido encomendada la tarea de satisfacerlas. El desafío radica en dar respuesta a sus necesidades personales, sociales y de desarrollo, y en establecer las implicaciones que tienen para ellos sus experiencias educativas como futuros ciudadanos adultos.
Resumiendo, el adolescente debe adaptarse a profundos cambios físicos, intelectuales, sociales y emocionales; debe desarrollar un concepto positivo de sí mismo y experimentar y crecer hasta lograr su independencia. También debe experimentar la aceptación social, la identificación y el afecto entre sus iguales de ambos sexos; y desarrollar enfoques positivos con respecto a la sexualidad.
Por último, el adolescente debe ser plenamente consciente del mundo socio-político que le rodea, así como de su habilidad para afrontarlo y de su capacidad para responder de forma constructiva al mismo; y debe establecer relaciones con los adultos.
Aunque el estudio de Hargreaves está hecho en U.S.A, he intentado adecuarlo y acercarlo a nuestra perspectiva y nuestra realidad, porque nuestra sociedad está comenzando a parecerse a la sociedad multiétnica, multiracial, es decir, multicultural y global americana.
He intentado reflejar el tema de la adolescencia desde dos perspectivas: desde la del educador y desde la del propio adolescente, y como vemos son dos realidades encontradas.

Manuel Morillo Miranda

Ortega y Europa

ORTEGA Y EUROPA

EL PENSAMIENTO DE ORTEGA Y GASSET COMO SOLUCIÓN AL PROBLEMA ESPAÑOL Y EUROPEO.

PREFACIO

El objeto de esta investigación es determinar el punto de partida de la filosofía de Ortega y Gasset, para posteriormente analizar los problemas que acuciaban a España y, naturalmente, a Europa.
La pregunta por el punto de partida de la filosofía de un autor es de crucial importancia para un acercamiento al pensamiento del mismo. En este sentido, el tema que nos ocupa en este trabajo monográfico puede ser sumamente relevante para una correcta comprensión de la filosofía orteguiana.
Se ha dicho en repetidas ocasiones que la filosofía es una ciencia que se busca, que incesantemente busca su objeto. En este esfuerzo permanente por la determinación de su objeto, los autores discuten, se contradicen y se asimilan entre sí. Como esta discusión presupone siempre implícita o explícitamente un determinado punto de partida, en la determinación de este punto se juega la partida de las filosofías, su grandeza o su miseria; de ello depende que se entiendan como propuestas novedosas o como simple limitaciones de otras.
Por eso, en filosofía, muchas veces, importa más el punto de partida que el punto de llegada de un determinado autor. Suele ser decisivo establecer los presupuestos o piedra angular de todo su edificio filosófico antes de cualquier decisión en torno a la relevancia y posibles aplicaciones del mismo.
El proceso de dilucidación de esta pregunta nos ha mantenido en una discusión intensa y, quizá controversial, con diferentes expresiones filosóficas que, a su vez, han sido determinantes para la filosofía de Ortega y Gasset. Así, primero intentamos trabar un contacto biográfico e intelectual con nuestro autor, situándolo en su contexto e inquietudes. Pero, puesto que muchas de esas inquietudes nacieron del encuentro con la fenomenología de Husserl, determinar el grado de influencia de éste en Ortega se torna una cuestión insoslayable.
Una de las joyas que descubrió Ortega en Husserl fue la posibilidad de un nuevo amanecer en el quehacer filosófico. Asimismo, propició una nueva definición de la filosofía, que la sitúa más allá de cualquier dogma escolástico. Fruto de esta actitud de permanente búsqueda en que consiste la investigación por las verdades primeras, Ortega emprendió la tarea de radicalización de la filosofía de Husserl, pero Ortega llega a ello de la mano de la filosofía de Heidegger.
Así se produce el enfrentamiento, cada vez más crítico, más en aras de encontrar una nueva salida filosófica a las insuficiencias encontradas por Ortega tanto en Husserl como en Heidegger, y aquí asistimos al despliegue esplendoroso de la filosofía orteguiana. A raíz de sus experiencias fenomenológicas y de su inmersión en el “dasein” heideggeriano, Ortega arriba al tema de la Vida como punto de partida de cualquier investigación filosófica.
Husserl y Heidegger fueron los influjos más importantes para que Ortega llegase al punto de partida de su filosofía; y lo que es más importante, para que Ortega empezara a diseñar las directrices de su filosofía política, básica en su pensamiento y razón de ser de este tema que nos ocupa: el concepto que tenía Ortega sobre España y Europa.

1. ORTEGA EN SU CONTEXTO HISTÓRICO.

José Ortega y Gasset es, sin ninguna duda, una figura señera del pensamiento español del siglo XX. Líder indiscutible de la sociedad de su tiempo, se hizo eco de las aspiraciones de su generación (la del 98) en un contexto español, europeo y mundial particularmente difícil. En su calidad de literato cautivó las letras hispanas . Como editor, hizo de la difusión de importantes obras un baluarte de la recuperación cultural que urgía en la España de su tiempo. En su calidad de profesor universitario, contribuyó a la formación de la nueva generación que debería emprender la tarea de “regeneración” de la sociedad española . Como analista de temas sociales generó opiniones; como político, abogó por una sociedad libre donde la educación de las masas y su rescate fuese el pilar fundamental , y finalmente, “ Ortega es considerado como el gran propulsor de la filosofía en España. No sólo ha importado filosofías: ha creado en España un ámbito propio para la filosofía y un ambiente donde poder filosofar en libertad...la creación de un ambiente filosófico no se logra más que filosofando y Ortega filosofó efectivamente” . En todo lo que emprendió, el objetivo primordial de Ortega era poner su talento al servicio de España y al servicio de la humanidad entera.
Nacido en Madrid en las postrimerías del siglo XIX, en el seno de una familia acomodada de la época (la familia de Ortega fue propietaria del periódico madrileño “El Imparcial”), Ortega y Gasset guardó estrecha relación con el mundo del periodismo. Estudió con los jesuitas en Málaga y luego en Deusto, para doctorarse en 1904 en la Universidad de Madrid. Así como gustaba recalcar la importancia de las circunstancias en la biografía personal de cada persona, la situación económica, política e intelectual de España puede ilustrar bastante bien la suya. Y es que, “no es posible, pues, penetrar en la obra de Ortega si no está en claro respecto a su circunstancia” .
La España de Ortega y Gasset está profundamente marcada por un sentimiento de retraso con respecto a la Europa moderna. En el momento en que Ortega inicia su trayectoria, España es considerada como uno de los países europeos más atrasados, tanto a nivel cultural como económico y social. Generaciones anteriores habían experimentado sentimientos similares; desde que Floridablanca logró cortar el aire de ilustración que desde Francia amenazaba las élites españolas, este país se había alejado lo suficiente de Europa, y de las corrientes más renovadoras del viejo continente, como para que se pudiera decir en tiempo de apertura y de plena ilustración en Europa: “ Ejercitábase, pues, en España una vigilancia suma sobre las acciones de todos los particulares, conteníase a los escritores en los días pasados protegidos y en la ceñuda desconfianza reinante se tiraba a evitar el trato con los extranjeros, y particularmente los franceses” .
Esa desconfianza inicial, desde los primeros días de la Revolución Francesa, acompañó la vida española hasta bien entrado el siglo XX, no obstante los grandes cambios en el ámbito europeo. De ahí que emprendieran los intelectuales españoles un movimiento que pretendía conectar a España con la corriente cultural europea. En este sentido, destacó el gran poeta español Francisco Machado, en los albores del siglo XX, la necesidad de superar el anacronismo español: “¿Está todo moribundo? No, el porvenir de la sociedad española espera dentro de nuestra sociedad histórica, en la intrahistoria, en el pueblo desconocido, y no surgirá potente hasta que le despierten vientos o ventarrones del ambiente europeo....España está por descubrir, y sólo la descubrirán españoles europeizados” .
Ortega inicia sus actividades intelectuales en ese contexto marcado, por un lado, con la insatisfacción por la situación española y, por otro, con las búsquedas de la restauración española por medio de un mayor contacto con Europa. De esta manera, después de obtener su doctorado en Filosofía en la Universidad Central de Madrid, emprende su periplo intelectual por Alemania, donde entrará en contacto con la filosofía neokantiana. El neokantismo marcará a partir de ese momento la vida de Ortega de modo decisivo, y como él mismo lo reconoce: “Durante diez años he vivido dentro del pensamiento kantiano: lo he respirado como una atmósfera y ha sido a la vez mi casa y mi prisión” . El profundo reconocimiento, por parte de Ortega, de las influencias del pensamiento alemán en su vida- en sus escritos habla de la obra de Dilthey, Heidegger, Husserl, Kant, etc.,- hizo que se alentara su difusión en España, particularmente entre sus discípulos como Zubiri.

2. EL PUNTO DE PARTIDA DE LA FILOSOFÍA DE ORTEGA.

Ortega inicia su camino de pensamiento a partir de la “fenomenología”, que marcó tan decisivamente el pensamiento europeo de comienzos del siglo XX, pero: ¿qué es la “fenomenología”?.
La fenomenología es una de las filosofías más fecundas del siglo XX. En la misma se han inspirado infinidades de intentos de renovación intelectual- filosófica europea. La intuición primera de su fundador, Edmund Husserl, es la de elaborar una filosofía a la altura de los tiempos: una filosofía sin supuestos. La fenomenología pretende ser una ciencia nueva, una ciencia de fenómenos; una ciencia que, en definitiva, emprenda el camino de rescatar a la humanidad de la crisis de la modernidad y del proyecto ilustrado. Por eso se propone, en última instancia, una fundamentación de las ciencias.
Hay que subrayar que el encuentro con la fenomenología marcó decisivamente el inicio de una nueva etapa intelectual en la vida de Ortega, porque le ayudó a librarse del neokantismo: “Para Ortega se trataba de reconciliar la teoría con un sentido de fuerte y pregnante experiencia, que no podía garantizar el neokantismo. En esta tesitura, la fenomenología representó para él, según su propia caracterización, una buena suerte, porque le permitió evadirse de la cárcel del neokantismo y arribar a una nueva tierra filosófica más veraz, esto es, más ceñida a los problemas reales que a las cuestiones artificiosas e intestinas de escuela” .
Ortega trataba, en el fondo, de hacerse eco de un pensamiento destacable por su vigor crítico y su inmejorable atención a la realidad: “Más pues que el sistema e incluso que el método, lo que importaba a Ortega de la fenomenología era la nueva sensibilidad que se anunciaba en ella por el mundo próximo en derredor, vinculada a un nuevo y vigoroso estilo de pensamiento que quería morar o demorarse en las cosas mismas. Para esta empresa, la fenomenología no tenía otras credenciales que su fina crítica al subjetivismo y su rehabilitación metódica de la intuición categorial, y éstas fueron las armas que empleó la joven generación orteguiana en Europa para abrirse paso hacia un nuevo continente intelectual” .
De esta empresa, de la mano del nuevo horizonte divisado por Husserl, nace la filosofía de Ortega: Un intento por corregir los errores del propio Husserl, quien se había desviado de su anterior camino. Para Ortega, la fenomenología significó un nuevo sendero desde donde la filosofía debe caminar; y Ortega aprendió a valorar, en la filosofía de Husserl, su radicalidad y su afán de apodicticidad: “La filosofía nace, por consiguiente, en una situación desesperada. Tiene, por decirlo así, que ganarse la vida desde la cuna. De aquí su radicalismo. No se le permite apoyarse en capital ni herencia alguna de cerrtidumbres, de verdades adquiridas” .







2.1. EL ENFRENTAMIENTO DE ORTEGA CON LA FENOMENOLOGÍA.

El encuentro con la fenomenología que, en su momento, Ortega calificó de providencial, pronto se tornó un enjuiciamiento de la misma: “Al estudiar yo en serio la fenomenología, me pareció que cometía ésta en orden microscópico los mismos descuidos que en orden macroscópico había cometido el viejo idealismo” . Nuestro autor llegó a esta conclusión sobre el año 1912, después de haber hecho un minucioso análisis del tema de la conciencia fenomenológica.
La realidad radical, primaria de la fenomenología, tal y como la entiende Husserl, es una conciencia pura, un yo puro que contempla las cosas de manera impasible: “Ese yo no quiere, sino que se limita a darse cuenta de su querer y de lo querido; no siente, sino que ve su sentir y los valores sentidos; en fin, no piensa, esto es, no cree lo que piensa, sino que se reduce a advertir que piensa y lo que piensa” . De este modo, la conciencia fenomenológica logra establecer una separación entre lo contemplado y el sujeto que lo contempla; entre el contemplar y lo contemplado.
“Ese yo es, pues, puro ojo, puro e impasible espejo, contemplación y nada más. Lo contemplado no es una realidad, sino que es tan sólo espectáculo. La realidad verdadera es el contemplar mismo; por tanto, el yo que contempla, sólo en cuanto contempla el acto de contemplar como tal, y el espectáculo contemplado, en cuanto espectáculo, no es una realidad sino que es tan sólo espectáculo” . Ortega se rebela contra esta forma de conciencia, de yo puro, por su recaída en el idealismo. La “reducción fenomenológica”, por la que el yo puro se convierte en juez inquisidor e imparcial ante la realidad, le parece chocante. Así, el fenomenólogo, en vez de hallar una realidad, la fabrica, y de esta suerte el filósofo se convertiría en un farsante, cobarde domador que a base de cloroformo intenta domesticar la realidad. Nada más charlatán y vergonzoso para quien pretende encontrar un saber radical, libre de prejuicios, pero cuyo resultado lo aleja de su noble propósito.
Para evitar estas desviaciones, es necesario tener presente que lo que el fenomenólogo “de verdad encuentra es la «conciencia primaria», «irreflexa», «ingenua», en que el hombre cree lo que piensa, quiere efectivamente y siente un dolor de muelas que duele sin otra reducción posible que la aspirina o la extracción. Lo esencial, pues, de esa «conciencia primaria» es que para ella nada es sólo objeto, sino que todo es realidad. En ella el darse cuenta no tiene un carácter contemplativo, sino que es encontrarse con las cosas mismas, con el mundo. Ahora bien, mientras ese acto de «conciencia primaria» se está ejecutando no se da cuenta de sí mismo, no existe para sí. Esto significa que esa «conciencia primaria» no es, en rigor, conciencia. Este concepto es una denominación falsa de lo que hay cuando yo vivo primariamente, es decir, sin ulterior reflexión. Lo único que entonces hay soy yo y son las cosas de todo género que me rodean --minerales, personas, triángulos, ideas, pero no hay además y junto a todo eso «conciencia». Para que haya conciencia es menester que deje yo de vivir actualmente, primariamente, lo que estaba viviendo y volviendo atrás la atención recuerde lo que inmediatamente antes me había pasado. […] Esta realidad pasada, no es, claro está ahora realidad. La realidad ahora es su recuerdo y a ella es a lo que podemos llamar «conciencia». Porque ahora hay en el mundo «conciencia», como antes había minerales, personas, triángulos. Pero, bien entendido, esta nueva situación que consiste en encontrarme con la cosa «conciencia» y que es recordar o, más en general, «reflexión» no es ella misma conciencia, sino que es exactamente tan ingenua, primaria e irreflexiva como la inicial. Yo sigo siendo ahora un hombre real que encuentra ante sí, por tanto, en el mundo, la realidad «conciencia»” .
Lo anterior permite a Ortega desmarcarse del tortuoso camino de la fenomenología husserliana. Desanda el sendero de la “conciencia idealista” y opera una vuelta a la realidad primaria; en definitiva, vuelve al punto de partida de la reflexión fenomenológica, para preguntarse, entonces, por lo primordial y radical de dicha realidad. Sin embargo, como él mismo reconoce, era menester contar con el apoyo de la intuición fenomenológica para llegar a este punto: “Este fue el camino que me llevó a la Idea de la Vida como realidad radical. […] Una interpretación de la fenomenología en sentido opuesto al idealismo, la evasión de la cárcel que ha sido el concepto de «conciencia» y su sustitución por el de simple coexistencia de «sujeto» y «objeto», la imagen de los Dii consentes, etcétera. […] El análisis de la conciencia permitió a la fenomenología corregir el idealismo y llevarlo a su perfección, […] Pero una nueva insistencia analítica sobre el concepto fenomenológico de la conciencia me llevó a encontrar en él un agujero” . Es el agujero de la “conciencia” que confunde lo “primero” con lo “secundario”, y que ahoga el impulso vital en una conciencia trascendental de corte idealista.
Ortega rehuye el tono altanero del idealismo trascendental para instalarse en lo más próximo e importante para el hombre, su vida, su mundo. Pero, ¿cuál es el significado exacto de la palabra “Vida” como tema de reflexión filosófica en el pensamiento orteguiano? Para entender en toda su amplitud la exposición que hace Ortega acerca de la Vida, es necesario captarlo en su desarrollo, es decir, atender las distintas etapas que caracterizan la exposición de esta idea.










2.2. LA VIDA COMO REALIDAD RADICAL.

2.2.1. EL VITALISMO NO ES BIOLOGISMO.

En su proceso de aclaración del significado de la Vida, Ortega advierte que: “el vocablo “vitalismo”, como todos los vocablos, significa muchas cosas dispares, y ya que con él se pretende, nada menos, resumir todo un sistema de pensamientos, convendría haberse tomado el trabajo de usarlo con precisión” . Encontrándose con esta tarea de precisión conceptual, Ortega llama la atención sobre la diferencia entre el uso filosófico y el uso científico de una misma palabra: no es lo mismo el vitalismo biológico que el filosófico. En su acepción biológica, el vitalismo “implica toda teoría biológica que considera los fenómenos orgánicos irreductibles a los principios físico-químicos” .
Esto da lugar a dos formas de vitalismo: una que supone una “entelechia” distinta de las fuerzas físico-químicas, lo que equivale a un “vitalismo biológico”; y otra que, amparándose en un estricto empirismo, se dedica de lleno a considerar los fenómenos vitales en su peculiaridad, evitando su reducción al sistema de la física, y llamándose, a su vez, “biologismo” . Ortega nos aclara que ninguna de estas acepciones pueden ser aplicadas a la filosofía, sino que pertenecen a la ciencia que las debe analizar y criticar en su momento y contexto.
En segundo lugar, Ortega atiende el significado filosófico de la palabra vitalismo, que en filosofía designa tres posturas diferentes: a) la primera hace alusión al vitalismo como un proceso biológico regido por las leyes generales orgánicas; según esta perspectiva, la filosofía sería una parte más de la biología; b) el segundo significado que recibe el vitalismo ,en filosofía, es el de hacer de la vida un método de conocimiento frente al método racional. Así, la filosofía declararía que la razón no es el modo superior de conocimiento, y se destacaría la vida como medio de conocimiento por su proximidad e inmediatez para el hombre ; y c) la tercera acepción, en cambio, acepta la razón como único modo de conocimiento, pero “cree forzoso situar en el centro del sistema ideológico el problema de la vida, que es el problema mismo del sujeto pensador” . En esta filosofía, son muy fecundas las discusiones en torno a la relación entre la vida y la razón.
Ortega se declara partidario del segundo modelo de vitalismo, pero con la salvedad de precisar que en su pensamiento son sinónimos razón y teoría: "Mi ideología no va contra la razón, puesto que no admite otro modo de conocimiento teorético que ella: va sólo contra el racionalismo" .¿Qué es, en este contexto, razón o racionalismo para Ortega?.

2.2.2. VITALISMO Y RACIONALISMO.

Al hacer un exhaustivo análisis histórico de la razón, Ortega se encuentra que la misma siempre ha desembocado en una irracionalidad: “en la razón misma encontraremos, pues, un abismo de irracionalidad” . Platón fue el primero en chocar contra esta antinomia, puesto que definió la razón como la capacidad de “entrar en la intimidad de algo, descubriendo su ser más entrañable tras el manifiesto y aparente, la definición se le presentó como la mejor vía de acceso a estos últimos elementos. Sin embargo, resulta que al seguir este movimiento hasta sus últimas consecuencias, el principio racional da lugar a una irracionalidad. Si conocer racionalmente es descender o penetrar del compuesto hasta sus elementos o principios, consistirá en una operación meramente formal de análisis, de anatomía. Al hallarse la mente ante los últimos elementos, no puede seguir su faena resolutiva o analítica, no puede descomponer más. De donde resulta que, ante los elementos, la mente dejar de ser racional” .
A Leibniz, el racionalismo le condujo al mismo callejón sin salida al que había arribado Platón. Según la teoría leibniziana, “la raison est la liaison ou enchainement des verités”, que, en definitiva, significa dar prueba de las cosas: “La prueba de una proposición no consiste en otra cosa que en hallar la conexión necesaria entre el sujeto y el predicado de ella. […] La racionalidad radica en la capacidad de reducir el compuesto a sus postreros elementos, que Leibniz y Descartes llamaban simples” . Por medio de este mecanismo, la razón vuelve diáfanas las cosas frente a la confusión y el caos “pre-racional”: “La idea racional es la idea «distinta» frente a la «confusa». Distinta es la idea que podemos anatomizar en todos sus componentes internos, y, por tanto, penetramos por completo. Al distender los poros de la idea compleja penetra entre ellos nuestro intelecto y la hace transparente. Esta transparencia cristalina es el síntoma de lo racional. Pero los poros se hallan entre los elementos o átomos de la idea: sobre ello rebota nuestra intelección y, exentos de intersticios, no los puede a su vez penetrar. Leibniz no tiene otro remedio que aceptar lo que más dolor podía ocasionarle: que la definición o razón descansa a la postre en simple intuición, que la actividad disectriz y analítica termina en quietud intuitiva. El racionalismo quisiera que toda cosa fuese conocida por otra (su "razón"); pero es el caso que las últimas cosas sólo se conocen por sí mismas, por tanto irracionalmente, y que de este saber intuitivo e irracional depende, a la postre, el racional”.
Por otro lado, la razón, además de desembocar en una franca irracionalidad, para tapar sus límites, en un claro atentado en contra de la Vida, intenta domesticar, avasallar la realidad, y entonces la razón misma queda anquilosada. Este atentado obedece al capricho y secreto del racionalismo. El secreto de la razón “consiste en que, a despecho de las apariencias, el racionalismo no es una actitud propiamente contemplativa, sino más bien imperativa. En lugar de situarse ante el mundo y recibirlo en la mente según es, con sus luces y sus sombras, sus sierras y sus valles, el espíritu le impone un cierto modo de ser, le imperializa y violenta, proyectando sobre él su subjetiva estructura racional” . De esta manera, el racionalismo se convierte en un simple y vulgar pretexto para domesticar la realidad.

2.2.3. EL VITALISMO PRE-HEIDEGGERIANO.

Una vez identificados el peligro y la inconsistencia de la doctrina racionalista, Ortega inicia la exposición de su teoría vital. Dicha exposición arranca de la necesidad de reemplazar la doctrina de la razón pura, el idealismo, por la teoría vital. Puesto que “el racionalismo es un gigantesco ensayo de ironizar la vida espontánea mirándola desde el punto de vista de la razón pura” , hay que ser consecuente con el tema de nuestro tiempo, que debe consistir “en someter la razón a la vitalidad, localizarla dentro de lo biológico, supeditarla a lo espontáneo” . La gran ilusión de Ortega, a estas alturas, es llegar a que la razón pura ceda su imperio a la razón vital, la vida es lo prioritario y vence en dura lid a la teoría, cuya misión es anclarse en la vida: “No asevero que la actitud teórica sea la suprema; que debamos primero filosofar, y luego, si hay caso, vivir. Más bien creo lo contrario” .
En esta primera etapa, frente al empirismo y el racionalismo, Ortega reafirma la voluntad de vivir. Frente a la reducción husserliana, Ortega cree haber logrado una nueva analítica más radical. Lo decisivo es que la realidad se entiende como ejecutividad antes que como objetividad. En este estrato de la inmediatez originaria, de la ejecutividad, no hay objetivación, sino participación vital: se vive en realidad porque en este nivel la intencionalidad es apertura. Del análisis de la ejecutividad o realidad radical se desprende como momento suyo una funcionalidad vital desde la que podría fundamentarse la filosofía orteguiana.
¿En qué consiste estrictamente el análisis de la funcionalidad vital?, ¿Cuáles son los rasgos que caracterizan a la vida por encima de las demás cosas?.
Según Ortega, la vida es la realidad radical donde la teoría, la filosofía, debe afincarse. En la medida en que la vida sea el punto de arranque de la investigación filosófica, ésta se asegura de tomar en cuenta al hombre y su realidad. De ahí el tema de la “circunstancia”, que tanto ha evocado Ortega en sus investigaciones filosóficas. Si la vida significa, fundamentalmente, el ser viviente concreto, se debe considerar la circunstancia de cada viviente.
Ortega dice, en esa etapa, que la vida es el yo y sus circunstancias: “Yo soy yo y mis circunstancias”. De tal modo que todo individuo viviente está íntimamente imbricado con sus particulares circunstancias. La suya, en el instante en que realiza sus propuestas filosóficas, es la España de la segunda mitad del siglo XX, plena de toda clase de problemas.
Así, Ortega hace que nos cuestionemos nuestra propia circunstancia, la respuesta a esta pregunta cobra nitidez a la luz de nuestro análisis de la ejecutividad en que consiste la vida, y sólo desde este ámbito podremos responder a las diferentes preguntas que nos acechan en el diario vivir.
En “Las dos grandes metáforas” , Ortega se explaya sobre la necesidad de que la vida esté afincada en las circunstancias. Considera que “el hombre rinde al máximum de su capacidad cuando adquiere la plena conciencia de sus circunstancias. Por ellas comunica con el universo” . Por eso, a estas alturas, parece saber que su vocación primordial es ayudar al hombre a entender su entorno, a descifrar el lenguaje del universo para con su vida. Este es el tema al que Ortega dedica buena parte de su vida y gran cantidad de sus escritos. “Creo muy sinceramente- nos dice- que uno de los cambios más hondos del siglo actual con respecto al XIX va a consistir en la orientación de nuestra sensibilidad para las circunstancias” .
Nuestro autor justifica la necesidad de subrayar la necesaria imbricación entre yo y circunstancias, con el afán de sustraerse de la soledad a la que la Edad Moderna, el idealismo, ha llevado al “Yo”. Para Ortega, el “Yo” occidental es como el emperador chino condenado a vivir en solitario. Sin embargo, a pesar de su triunfal carrera a lo largo de los siglos, ha llegado la hora de que se produzca la desbandada. “El yo ha gozado de una carrera brillante. No podrá quejarse. No puede ser más. Y, sin embargo, se queja -- y se queja con razón. Porque al tragarse el Mundo el yo moderno se ha quedado solo, constitutivamente solo. […] [Así], el idealismo ha estado a punto de cegar las fuentes de las energías vitales, de aflojar totalmente los resortes del vivir. Porque casi ha conseguido convencer al hombre, en serio, es decir, vitalmente de que cuanto le rodea sólo era: imagen suya y él mismo” . Para evitar seguir en los mismos errores, y para proteger al hombre de un extrañamiento de sí mismo, Ortega se propone “liberar al yo de su exclusiva prisión, de proporcionarle un mundo en torno, de curar en lo posible su ensimismamiento, de intentar su evasión” . Dicha evasión no se logra más que atendiendo al mundo en derredor, las circunstancias. Es sacar al yo de sí, pero conservando su intimidad para consigo mismo.
Por obra y gracia de las circunstancias, el hombre se encuentra ubicado en una perspectiva. Es un ingrediente insoslayable de la realidad: está el yo y el objeto pensado en radical diferencia, pero coexistiendo en radical dependencia, hay coexistencia entre mí y las cosas: “Porque no es el mundo por sí junto a mí, y yo por mi lado aquí junto a él --sino que el mundo es lo que está siendo para mí, en dinámico ser frente y contra mí, y yo soy el que actúo sobre él, el que lo mira y lo sueña y lo sufre y lo ama o lo detesta. [...] El ser del mundo ante mí es --diríamos-- un funcionar sobre mí, y, parejamente, el mío sobre él” . De este modo, vivir no es sólo yo, sino también mundo, circunstancia, entorno.
Como la vida se da en un entorno, la misma se encuentra inmersa en una perspectiva: “El punto de vista individual me parece el único punto de vista desde el cual puede mirarse el mundo en su verdad. La realidad, precisamente por serlo y hallarse fuera de nuestras mentes individuales, sólo puede ser mirada sino desde el punto de vista que cada cual ocupa, fatalmente, en el universo. Aquélla y éste son correlativos, y como no se puede inventar la realidad, tampoco puede fingirse el punto de vista” .
En esta etapa, Vida individual, circunstancia, lo inmediato, etc., significan lo mismo para Ortega. Vida significa impulso interior, fundamentalmente entendido desde el sujeto viviente: “Se trata de consagrar la vida, que hasta ahora era sólo un hecho nulo y como azar del cosmos, haciendo de ella un principio y un derecho” . Pero, al operar ese cambio, no está claro aún el significado de la vida. De hecho, frente a la crítica de Ortega al vitalismo biológico no hay una real diferencia: “Es interesante observar que la idea de vida en estos escritos no está aún suficientemente delimitada o, más concretamente, que Ortega, a pesar de su aceptación entusiasta de la idea de una constitutiva referencia entre yo y circunstancia, en “El tema de nuestro tiempo” parece identificar frecuentemente la vida con el sujeto viviente, y no como un ámbito anterior a la distinción entre sujeto y objeto” .

2.2.4. EL VITALISMO POST-HEIDEGGERIANO.

Frente a los escollos que representa el hecho de identificar sin más la vida con el sujeto viviente, Ortega parece encontrar, a partir de 1927, una manera de superar el problema. Los estudiosos de la obra de Ortega sugieren como decisiva, en esta etapa, la lectura orteguiana de “Ser y Tiempo” de Martin Heidegger. Según los mismos, Ortega encontraría en Heidegger la posibilidad de una relación necesaria entre ser y mundo antes que cualquier afirmación acerca del sujeto y el objeto. Para disipar toda duda al respecto, Ortega aclara que “estas palabras vulgares, encontrarse, mundo, ocuparse, son ahora palabras técnicas en esta nueva filosofía. Podría hablarse largamente de cada una de ellas, pero me limitaré a advertir que esta definición: vivir es encontrarse en un mundo, como todas las principales ideas de estas conferencias, están ya en mi obra publicada. Me importa advertirlo, sobre todo acerca de la idea de la existencia, para la cual reclamo la prioridad cronológica. Por eso mismo me complazco en reconocer que en el análisis de la vida quien ha llegado más adentro es el nuevo filósofo alemán Martin Heidegger” .
A partir de este momento hay un cambio importantísimo en la concepción de la ejecutividad de la vida. “En las dos grandes metáforas el interlocutor de Ortega ya no es el empirismo o el racionalismo modernos, como sucedía en El tema de nuestro tiempo, sino la historia de la filosofía en su globalidad: mientras los antiguos entendieron al hombre como un trozo del universo y los modernos por el contrario hicieron del mundo un contenido de conciencia, Ortega sugiere la necesidad de una tercera metáfora que supere las unilateralidades de ambos puntos de vistas. Esto supondría que la idea fenomenológica del “ego cogito” como principio absoluto del filosofar podría ser cuestionada no solamente por el intelectualismo que supone la reducción del sujeto viviente de la conciencia natural a conciencia trascendental, sino también porque el sujeto, natural o trascendental no puede ser considerado como la realidad radical, sino a lo sumo como aspecto de ella” .
Con esta última idea, Ortega presenta una evolución en sus planteamientos anteriores. Con la lectura de Heidegger, y su crítica de la fenomenología, no se queda solamente en destacar la cruda realidad del viviente como elemento previo a toda conciencia, sino que presentaría a la vida como elemento radical, anterior al mundo y al yo, de ahí que aclare que Ser significa vivir: “La vida, en este sentido, no es una mera coexistencia de yo y cosas, sino una verdadera interdependencia en ese ámbito radical donde se constituyen tanto el sujeto como el objeto, y que Ortega describe como una verdadera interacción entre el dinamismo del mundo respecto a mí y el yo que actúa sobre él. La vida como realidad radical asume así en Ortega un papel que, si bien preanunciado en textos anteriores, solamente se puede entender a cabalidad desde el “Dasein” heideggeriano, pues solamente desde él se entiende su anterioridad no sólo respecto de la conciencia sino también respecto del sujeto viviente y el mundo” .
A partir de este momento, asistimos a una definición más precisa del término Vida como ámbito radical desde el cual arranca la reflexión filosófica. La obra “Qué es filosofía” es testigo elocuente de esta madurez alcanzada: “Para los antiguos, realidad, ser, significaba "cosa"; para los modernos, ser significaba "intimidad, subjetividad"; para nosotros, ser significa "vivir" -- por tanto intimidad consigo y con las cosas” .
De esta suerte, según Ortega, la vida es lo que hacemos porque vivir es saber que lo hacemos, y es encontrarse a sí mismo en el mundo y ocupado con las cosas y los seres del mundo .

2.2.5. VITALISMO COMO VERDAD PRIMERA.

Si hasta ahora hemos aludido especialmente a una exposición-comprensión de los diferentes matices que toma el término Vida según el mismo desarrollo interno de la filosofía orteguiana, ahora debemos atender a las claves del análisis que hace Ortega de la ejecutividad vital. Para ello nos va a servir la lectura de “Unas lecciones de Metafísica”, que puede ser considerada como la obra en la que Ortega culmina la exposición de su proyecto filosófico.
En este momento, Ortega sigue un camino riguroso de exposición filosófica que le lleva a precisar aún más el significado del término Vida: Vida como lo más radical con que tropieza el análisis filosófico. Ortega define la Metafísica como una necesidad de orientación: “La metafísica es algo que el hombre hace, y ese hacer metafísico consiste en que el hombre busca una radical orientación en su situación” . Desde una filosofía radical, una filosofía primera anterior a toda construcción o teoría metafísica, Ortega pretende orientar la humanidad. Lo cual nos sitúa de pleno en el tema de las consecuencias del hecho de situar el punto de partida de la reflexión filosófica en la Vida. Hay una profunda relación entre la necesidad de orientación humana y la propuesta orteguiana de la Vida como punto de partida de la investigación filosófica.
En “Unas lecciones de Metafísica”, Ortega intenta disipar las dudas y aclarar el alcance de su filosofía. Si antes se podía notar una anfibología entre Vida, yo o el ser viviente, ahora Ortega establece claramente las diferencias entre estos conceptos, y dice que la vida es algo que está más allá de mí, mi yo o mi circunstancia: “Yo espero que a estas alturas ninguno de ustedes confunda ya esa realidad que cada cual llama su vida con su yo. Yo no soy más que un ingrediente de mi vida: el otro es la circunstancia o mundo. Mi vida, pues, contiene ambos dentro de sí, pero ella es una realidad distinta de ambos. Yo vivo, al vivir estoy en la circunstancia, la cual no soy yo. La realidad de mi yo es, pues, secundaria a la realidad integral que es mi vida; encuentro aquélla --la de mi yo-- en ésta, en la realidad vital. Yo y la circunstancia formamos parte de mi vida” .
Así, las cosas, yo, mi circunstancia, etc., son ingredientes de mi vida. Mi vida no se reduce a ninguno de ellos, más bien son parte de la misma: “Formo parte del todo que es mi vida. […] Nuestra vida, según esto, no es sólo nuestra persona, sino que de ella forma parte nuestro mundo. Ella --nuestra vida-- consiste en que la persona se ocupa de las cosas o con ellas, y, evidentemente, lo que nuestra vida sea depende tanto de lo que sean nuestra persona como de lo que sea nuestro mundo. No nos es más próximo el uno que el otro término: no nos damos cuenta primero de nosotros y luego del contorno, sino que vivir es, desde luego, en su propia raíz, hallarse frente al mundo con el mundo, dentro del mundo y sumergido en su tráfago, en sus problemas, en su trama azarosa” .
De acuerdo con lo anterior, cobra mayor nitidez el análisis de la verdad primera en que consiste la Vida. Desde este ámbito, la Vida se nos presenta como la manifestación patente de la realidad radical y absoluta, lo inmediato, donde se ancla la filosofía; y es un instante radical, anterior y previo a la persona o su término objetivo. Pero, ¿cómo nos podemos adentrar en el análisis de este momento anterior a todo pensamiento, idea de persona o conciencia? El análisis de la ejecutividad de la Vida, desde los rasgos antes mencionados, permite a Ortega destacar, en primer lugar, una diferencia entre la vida humana y la vida animal y, en segundo lugar, afirmar los atributos de la vida.
La vida animal, lo mismo que la vida de las cosas, se distingue por ser totalmente “inconsciente” ante sí misma: ceguera, mutismo y ausencia caracterizan las vidas de las cosas y de los animales: “La piedra [--lo mismo que el animal--] no se siente ni sabe ser piedra (o animal): es para sí misma como para todo absolutamente ciega” .
Ante tal ceguera, la vida animal, la vida de las cosas, no obstante su presencia en el mundo, en el entorno del hombre, es de poca relevancia en el análisis filosófico. Lo verdaderamente radical es la vida humana, la vida del hombre es presencia para él mismo: “Este verse o sentirse, esta presencia de mi vida ante mí que me da posesión de ella, que la hace mía es la que falta al demente[…] El vivir, en su raíz y entraña misma, consiste en un saberse y comprender, en un advertirse y advertir lo que nos rodea, en un ser transparente a sí mismo” . Al hacer este análisis sensu stricto de la vida, Ortega nos lleva a subrayar varios atributos de la misma. La vida es lo que nos sucede y lo que nos sucede son noticias para nosotros, la vida es enterarse incesantemente de los datos del mundo y de lo que se hace con el mismo. El hombre decide en su vida lo que va a ser, decide su ser: “En la hondura donde ahora estamos nos aparece el vivir como un sentirnos forzados a decidir lo que vamos a ser” . Para que el hombre decida en cada momento qué va a ser, es necesario que se dé cuenta de las cosas. Este “darse cuenta” se produce de dos modos: “una en que me doy cuenta de ese algo por separado, en que digámoslo así, lo tomo ante mí de hombre a hombre, lo hago término preciso y acotado de mi darme cuenta; y otra forma en que el algo existe para mí sin que yo "repare" en él” .
Por otro lado, la vida es un quehacer: aún en la desidia o en los momentos extremos donde el suicidio se presenta como última opción ante la vida, estamos plenamente instalados en el quehacer en que consiste la vida. “Vida es pues, un tener siempre quiera o no, que hacer algo. La vida que me ha sido dada, resulta que tengo que hacérmela yo. Me es dada, pero no me es hecha, como el astro o la piedra le es dada su existencia ya fijada sin problemas. Lo que me es dado, pues, con la vida, es un quehacer. La vida da mucho quehacer. Y el fundamental de los quehaceres es decidir en cada instante lo que vamos a hacer en el próximo. Por eso digo que la vida es decisiva, es decisión: tenemos, pues, estos tres caracteres: 1º, la vida se entera de sí misma; 2º, la vida se hace a sí misma; 3º la vida se decide a sí misma” .
Llegados hasta aquí, debemos recoger los principales elementos que hemos encontrado en el análisis orteguiano de la Vida. En primer lugar, hay que recordar que la propuesta de nuestro autor vino después de un sesudo análisis de la historia de la filosofía. Empujado por el proyecto husserliano y luego ayudado por la filosofía heideggeriana, Ortega quiere realizar un proyecto filosófico que arranque, no desde una construcción teórica, sino desde un análisis que tome en cuenta lo más próximo al hombre. No tuvo reparo en admitir que este punto de partida de toda reflexión filosófica debe ser la Vida. Puesto que considera que la filosofía no puede más que sostenerse en una verdad evidente, suelta de toda construcción metafísica, elevó la vida --o más bien bajó a la vida--, a categoría filosófica.
En esta descripción de lo inmediatamente dado, encontramos que la realidad radical es la Vida. De ahí, se opera una vuelta de tuercas donde el lema de la filosofía clásica: pienso luego existo, se torna en un existo --lo que es lo mismo que decir vivir-- luego pienso. De esta suerte, el pensar es un hacer no primario. Todo pensamiento está anclado en una realidad previa que consiste en vivir. Pero la vida no se da fuera de un entorno o en total asepsia, de espaldas al mundanal ruido. La vida se hace en una circunstancia, de tal manera que el yo y el mundo son ingredientes insoslayables de la Vida. A partir de entonces, la mejor definición que se pueda tener del hombre es que es un ser que existe en una circunstancia que debe salvar para salvarse a sí mismo. En esto se da la presencialidad de la vida para el hombre, una presencialidad que se entiende desde el «contar con» y el «reparar en» que consiste toda realidad. Así, al dársenos las cosas, se nos hacen patentes en un ambiente donde son "comodidades" o "incomodidades". En estas circunstancias, debemos hacernos cargo de las cosas, debemos hacernos la vida. El hombre hace constantemente su vida, según sus circunstancias, y es permanentemente «pro-yecto» de sí mismo. Así, la vida se debe entender como un permanente peregrinar donde hay una estricta solidaridad entre hombre y circunstancia, sin ninguna primacía del yo, ni siquiera de la individualidad.

3. EL PROBLEMA DE ESPAÑA ES UN PROBLEMA EDUCATIVO.

La pregunta por el punto de partida de la filosofía de Ortega nos ha llevado hasta una conceptuación de la filosofía entendida como una permanente radicalización de sí misma, el camino transitado hasta ahora en esta investigación es una búsqueda de radicalidad. Con la búsqueda de esta radicalidad filosófica, por parte de Ortega, se hace patente la insatisfacción permanente con los análisis filosóficos heredados, con la tradición filosófica vigente hasta su época que él trata de superar y asumir.
Para Ortega, la Vida es el lugar donde se debe iniciar la investigación filosófica y merece tan distinguida mención por su accesibilidad a cualquiera, presencia inmediata, intrínseca decisividad y circunstancialidad. Tal nivel de radicalidad se logra tan sólo prestando atención a lo más cercano para el hombre. No es el fruto de una conciencia intencional, tal y como pensaba Husserl o la comprensión del Ser de Heidegger, Ortega recalca la falta de presencia inmediata en uno y otro planteamiento.
La Vida, nos dice, es lo que le está más presente al hombre en el momento radical de “contar con” las cosas. El momento de “reparar en” las cosas es ulterior respecto de la Vida, por tanto, no son aptos los planteamientos que parten de ella para fundamentar las decisiones que toma el hombre en su vida.
De ese modo, al establecer la ejecutividad de la Vida como punto de arranque de la investigación filosófica, le da ineluctablemente un componente ético intrínseco. Los valores morales se fundamentan desde la Vida, por la que pasa lo más decisivo del ser humano, y la Metafísica lograda desde este nivel es apta para hablar sobre lo que acontece en la Vida. Pero como la Vida está siempre en relación con una circunstancia, el término de la moral, lo otro, la alteridad, es un contenido tan importante como “mi yo”. En la moral de Ortega hay que hacerse cargo de la circunstancia de lo otro, de la alteridad. Así, en la filosofía de Ortega no tiene cabida ningún solipsismo, sino que el altruismo sería el fundamento de la moral, del encuentro con lo otro. La constitutiva alteridad en la que el hombre hace su vida, obliga a deshacerse de cualquier egoísmo o sentimiento de rechazo hacia el otro o lo otro. Sin embargo, Ortega sigue conservando el yo como ámbito primordial de relación con las cosas y admite la alteridad como algo que está en un segundo plano, como algo constitutivo de la circunstancia, del mundo o de lo otro. Existía una primacía de la conciencia, del mí, sobre el tú o alteridad, para Ortega.
Desde esta radicalidad, Ortega pretendía orientar la vida española y responder a las guerras mundiales de odio entre hermanos europeos. Es probable que esta última idea tenga que ver con las inquietudes políticas que han marcado la biografía de Ortega y Gasset. De otra manera no se entiende su radical sentido de compromiso con la realidad española. Ahora, se puede decir que los cambios a promover tienen un asidero filosófico inconmovible desde donde situarse. Porque no es del todo consecuente pedirle generosidad, hermandad, a la humanidad sin dibujarle un horizonte hacia donde levantar los ojos. Ortega y Gasset cumplió con lo que creyó que era su vocación. Siempre quiso ser un lucero para los españoles y lo logró. Aquí se entiende desde qué hondura de sinceridad y de necesidad pronunciaba aquellas conmovedoras palabras: “no hay grandes probabilidades de que una obra como la mía, que aunque de escaso valor, es muy compleja, muy llena de secretos, alusiones y elisiones, muy entretejida con toda una trayectoria vital, encuentre el ánimo generoso que se afane, de verdad, en entenderla”.
Ortega pensaba que España había caído en la desmoralización a todos los niveles, y creía fehacientemente que la solución a todos los problemas españoles pasaba por Europa. Ortega hizo suya la frase del político Joaquín Costa: “España es el problema y Europa la solución”, y la convirtió en el “leif motive” de su pensamiento; era de la opinión de hacer una gran revisión de las causas que habían sumido a España en una gran crisis, y pensaba que esa revisión debía empezar por las instituciones, en concreto por la Universidad, y ese es el tema que nos ocupa ahora.
Ortega pensaba que la Universidad española se debía equiparar a las demás universidades europeas, para subsanar su mal funcionamiento, y para ello debía seguir el modelo de las universidades europeas, si fuera menester; de todo esto nos habla Ortega en “Misión de la Universidad”, y otras obras suyas donde nos muestra su dimensión como educador y pedagogo.
Si hay una característica especial en Ortega, que atrae la atención del lector, es su insaciable curiosidad: cualquier tema o suceso de su tiempo, por nimio que sea, le provoca gran interés y atención, como se aprecia en su abundante producción escrita. Ortega presenta ciertas peculiaridades que le diferencian del estereotipo que usualmente se suele tener de un filósofo, ya que su pensamiento no parece ofrecer una estructura sistemática, sino que la exposición de su pensamiento la realiza, frecuentemente, a través de artículos de periódico, y sus trabajos más relevantes son publicados en forma de ensayos; por último, la belleza literaria de sus escritos es tan sugerente que arrastra al lector, dificultando el análisis riguroso de las ideas que presentan.
Sobre la sistematicidad de la filosofía orteguiana, en dispersión temática y cualidades literarias, ya se han pronunciado personas competentes en los diversos campos del saber. En este perfil, nos debemos atener al tratamiento de aquellas cuestiones que nos conduzcan a la comprensión de un aspecto orteguiano, y en este caso nos referimos a un aspecto a mi juicio importante y quizá poco investigado: la dimensión de Ortega como educador. Ortega consideraba que su pensamiento debía tener sólo vocación filosófica, pero inconscientemente su gran pasión fue la educación del pueblo español. El motor del pensamiento orteguiano no fue otro que su meditación continuada e intensa sobre el problema de España, por lo que su evolución intelectual no se puede aislar de tal preocupación . Desde esta clave es necesario interpretar sus actividades políticas, culturales y filosóficas. Tales actividades son proyectos de reforma sociopolítica del país, aunque orientados a distintos niveles y ámbitos de la realidad social. Ortega era, a mi parecer, un pedagogo de ámbito nacional, que buscaba la reforma y transformación de España; Ortega pensaba que para ese fin todos los medios podían y debían ser usados: periódicos, revistas, libros, cátedra, política, etc.,
La transformación del país la concibe el joven Ortega como el proceso mediante el cual España se incorpora a la cultura europea. Así queda marcada su vocación pública como intelectual, su destino de educador, casi de reformador social, que se empeñó en poner a España a la altura cultural de Europa. La diversidad de planteamientos que, sobre la cultura, desarrolla Ortega, en conexión con el problema de España, nos servirá de guía para interpretar la evolución de su pensamiento, en el aspecto filosófico a la vez que en el pedagógico. ¿En qué forma desarrolló Ortega su función de educador? Como él reitera continuamente, al hilo de las circunstancias.

3.1. ORTEGA Y SUS CIRCUNSTANCIAS.

La comprensión de una persona nos exige rastrear su biografía, el desarrollo que ha ido teniendo su vida a partir de los diferentes contextos en los que le ha tocado vivir. Esa exigencia tiene una especial significación en el caso de Ortega, porque hace de ella uno de los temas centrales de su pensamiento. En una conferencia, pronunciada a propósito del cuarto centenario de Juan Luis Vives, nos expone Ortega su visión sobre el modo hacer una rigurosa biografía: “Puestos a esa tarea, intentamos reconstruir intelectualmente la realidad de un “bios”, de una vida humana; y vivir es para el hombre tener que habérselas con el mundo en torno; y este mundo es el mundo geográfico y el mundo social. A los efectos prácticos de una rigurosa biografía, lo decisivo es el mundo social en el que nacemos y vivimos. Ese mundo social está formado por personas, pero lo constituyen además los usos, gustos, costumbres y todo sistema de creencias, ideas, preferencias y normas que integran lo que se llama, un poco confusamente, la vida colectiva, las corrientes de la época, el espíritu del tiempo. Desde la infancia todo eso le es inculcado a la persona en la familia, en la escuela, en el trato social, en los libros y en las leyes. Una gran porción de ese mundo social entra a formar parte del yo auténtico que somos; pero también surgen en nosotros creencias, opiniones, proyectos y gustos que, más o menos, discrepan de lo vigente, de lo que se hace o se dice. En esto consiste el combate que es la vida, sobre todo una vida eminente” . ¿Cuáles son los contextos, las circunstancias, con las que tiene que habérselas Ortega y cómo reacciona ante ellas? Los límites de este trabajo nos obligan a considerar sólo aquellas circunstancias interesantes para la comprensión de la dimensión pedagógica de nuestro autor, prescindiendo, entre otras cosas, del análisis de las influencias recibidas en la elaboración de su pensamiento filosófico, que hemos realizado con anterioridad.
José Ortega y Gasset nació en Madrid el 9 de Mayo de 1883. Hijo de José Ortega Munilla y de Dolores Gasset, perteneció por ambas ramas familiares a círculos muy representativos de la cultura y la política española de la época. Su padre, también escritor, fue miembro de la Real Academia Española. Ante todo, fue un periodista que ejerció su profesión en la sección literaria del diario “El Imparcial”, el más prestigioso de la época; que había sido fundado por su abuelo materno, Eduardo Gasset, monárquico liberal. Ortega y Gasset estuvo en el periodismo desde su juventud; a los 19 años publicó su primer artículo. Estas circunstancias familiares tuvieron un peso decisivo en sus preocupaciones por los problemas sociales y culturales de la sociedad española, que le llevaron algunas veces a la política activa, aunque él no se considerara como tal, y siempre a considerar su actividad como un servicio a España. Su afición al periodismo y su preferencia por recurrir a la prensa como medio de expresión de su pensamiento, así como su prurito de elegancia literaria, tuvieron su origen, probablemente, en su contexto familiar.
En 1891, con 8 años, ingresa como alumno interno en el colegio jesuita de Miraflores del Palo (Málaga), donde permanece hasta 1897. Inicia sus estudios universitarios de Derecho y Filosofía en la Universidad de Deusto (Bilbao) entre 1897 y 1898, también en un ambiente jesuita, y los continúa en la Universidad Central de Madrid, donde obtiene la licenciatura en filosofía (1902), y el doctorado (1904) con la tesis titulada “Los terrores del año mil: crítica de una leyenda”. Ortega ya se había formado aquí una opinión negativa de la educación, reprochaba a los jesuitas su intolerancia, su estilo y contenido negativista, y sus limitados conocimientos e incompetencia intelectual. Esta opinión se acrecienta con las decepcionantes experiencias que le suceden en su época universitaria, llegando a calificar las enseñanzas recibidas como “expresión de lo chabacano” . Con fundamento o sin él, Ortega nos describe ya un panorama negativo en lo que a educación se refiere.
Además de las circunstancias familiares y escolares, no se puede comprender la función educadora de Ortega sin tener en cuenta la especial situación anímica de la sociedad española en esos instantes, ya que él se siente a sí mismo como parte de una generación “que nació a la atención reflexiva en la terrible fecha de 1898, y desde entonces no ha presenciado en torno suyo, no ya un día de gloria ni de plenitud, pero ni siquiera una hora de suficiencia” . El año 1898 es, en efecto, una fecha simbólica. Por el Tratado de París, España renuncia a sus derechos soberanos sobre Cuba, que se convertirá ulteriormente en un Estado libre, y cede Puerto Rico, Filipinas y Guam a Estados Unidos. La pérdida de estas colonias llena de amargura, angustia y pesimismo a los españoles. La actividad española se centra en el llamado “problema de España”, que engloba, de hecho, multitud de problemas. Estos problemas son analizados, y los valores históricos son sometidos a la crítica más severa; cada autor, cualquiera que sea su campo de acción, busca hallar la explicación del problema de España y las causas de su decadencia.
Es durante este trance cuando se prepara un movimiento científico, artístico y filosófico que eleva a España a una consideración mundial sin precedentes desde el siglo XVI. Podemos decir que la España actual comienza con la generación del 98, innovadora en tantas cosas, pero sobre todo en una nueva manera de ver la realidad nacional y los temas intelectuales. Ortega comparte, con esta generación, el dolor y la amargura por lo que considera la postración española; a través de esa generación busca la clarividencia de porqué ocurre lo que ocurre en la cultura, la educación, la política y la ciencia española, para posteriormente hacer un diagnóstico sobre ello.
Pero, frente a esa generación, que vuelve sus ojos a la grandeza pasada, Ortega afirma la esperanza, la acción y el compromiso para cambiar una realidad, la española, que le angustia, y su mirada no se dirige hacia el pasado sino hacia el futuro, tal y como se atisbaba en Europa. Aquí parece estar la raíz de su relación amor-odio con Miguel de Unamuno, la figura más relevante de la generación del 98. Además le diferencia de esa generación su quehacer, que no responde prioritariamente a una actitud literaria sino teórica. ¿Dónde forma Ortega ese carácter teórico? De ello nos ocuparemos seguidamente.
“Huyendo de la chabacanería de mi patria” , según sus propias palabras, Ortega decide dar un cambio de rumbo en su vida y en 1905 emprende viaje hacia las Universidades alemanas, empezando por Leipzig, donde comienza a estudiar a Kant: “allí tuve el primer cuerpo a cuerpo desesperado con la Crítica de la razón pura, que ofrece tan enormes dificultades a una belleza latina” ; al año siguiente visita Nüremberg y estudia un semestre en Berlín, recibiendo las clases impartidas por Simmel, que después ejerce cierto influjo sobre él. Pero, sin embargo, su experiencia más importante la tiene en Marburgo, a través de dos relevantes maestros como son Hermann Cohen y Paul Natorp, representantes básicos del neokantismo. Su estancia en Marburgo marca a Ortega, no sólo a nivel intelectual, filosófico y pedagógico, sino sobre todo en lo personal. Para el tema que nos ocupa, la dimensión de Ortega como educador, tiene una especial significación la influencia que Ortega recibe por parte de Natorp.
Durante su periplo por diferentes países europeos, Ortega adquiere una excelente formación filosófica, una gran admiración por el desarrollo científico-técnico que se estaba produciendo y una positiva valoración de la tenacidad y la disciplina, sobre todo de los alemanes, y que plasmará posteriormente en “Meditación de Europa”. Su europeismo se genera desde una perspectiva interesada y crítica, para incorporar lo que pueda ser incorporado, pero sin renunciar a las características españolas. A su vuelta a Marburgo, en 1908, es nombrado profesor de lógica, psicología y ética en la Escuela Superior de Magisterio, y en 1910 gana por oposición la cátedra de metafísica en la Universidad Central de Madrid. En ese mismo año, escribe su primera obra pedagógica: “La pedagogía social como programa político”.
Sin embargo, el pensamiento de Ortega continuará evolucionando al hilo de las circunstancias en las que tendrá que vivir, según él mismo recuerda en 1932, haciendo referencia a sus “Meditaciones del Quijote” (1914): “Yo soy yo y mi circunstancia. Esta expresión, que aparece en mi primer libro y que condensa en último volumen mi pensamiento filosófico, no significa sólo la doctrina que mi obra expone y propone, sino que mi obra es un caso ejecutivo de la misma doctrina. Mi obra es por esencia y presencia circunstancial” . La interpretación que Ortega hace de su propia filosofía, impide considerarla como algo sistemático y menos aún como un sistema cerrado. El pensamiento de Ortega, centrado en el problema de España, es una constante búsqueda de soluciones, tanto a nivel de reflexión teórica como de estrategias de actuación, por lo que diversos estudiosos de su pensamiento han intentado establecer las diferentes fases de su evolución. Según José Ferrater Mora, en la filosofía de Ortega se pueden distinguir tres etapas: a) “objetivismo” (1902-1914); b) “perspectivismo” (1914-1923), y c) “raciovitalismo” (1924-1955).
Otra clasificación la establece José Gaos, su principal anacoreta antes de la guerra civil española, Gaos divide la evolución del pensamiento orteguiano en cuatro períodos: a) “mocedades” (1902-1914), b) “primera etapa de plenitud” (1914-1923), c) “segunda etapa de juventud” (1924-1936), y d) “expatriación” (1936-1955). Aunque existen otras clasificaciones, estas dos son las más usadas al explicar el pensamiento orteguiano.
La vida de Ortega transcurre, incesantemente, al hilo de sus circunstancias y de doble modo: las circunstancias en las que él decide vivir y las circunstancias que rodean a la sociedad española de su época. Ortega cree con devoción que las circunstancias de su vida pueden servir de tabla de salvación para la crisis en la que estaba sumida España. Esta ligazón entre Ortega y las circunstancias nos permite entender sin óbices su proyecto pedagógico, que luego le servirá como bálsamo o remedio para intentar sanar la enfermedad de España.






3.2. LA PEDAGOGIA IDEALISTA.

Ahora, una vez vistas las circunstancias que rodearon la vida de Ortega, y que nos hacen entender mejor su modo de pensar, ya nos podemos centrar en su faceta de pedagogo y educador.
Durante su estancia en Marburgo, Ortega entra en contacto con el neokantismo, cuya teoría mostraba un compendio de filosofía de la cultura, de búsqueda de objetividad y de esferas axiológícas; también preconizaba un racionalismo crítico-trascendental que analizaba los productos de la cultura moderna, la ciencia, el arte, el derecho, la ética, la política, etc., para descubrir sus principios de fundamentación y los criterios de su validez.
El neokantismo representaba, por otra parte, una pedagogía capaz de orientar al hombre, de transformarlo según el ideal kantiano de una humanidad cosmopolita. Esta concepción neokantiana del hombre como realidad cultural implica que el verdadero desarrollo personal radica en que el hombre está conforme con los ideales; en ajustar las conductas a las normas, a lo que se debe hacer; y que esas normas poseen, a su vez, validez universal. Lo biológico, lo instintivo, debe someterse a lo superior, al ideal. La libertad no es espontaneidad, no es apetito, no es algo caprichoso sino reflexión y educación.
Esta filosofía de la cultura y de la educación, que promueve la búsqueda de objetividad, de lo universal, de lo genérico, etc., embelesa a Ortega y le hace pensar que puede ser un sistema posible para la orientación del problema de España. Contrastando con la cultura alemana, en España reinaban lo espontáneo, lo subjetivo, el particularismo y el sectarismo, que habían conducido a los españoles a perder sus energías en confrontaciones internas, en heroicidades individuales, y en deshacer unos lo que otros hacían. Ortega, después de su aventura europea, está persuadido de que la clave de la salvación de España, de su recuperación histórica, se halla en una profunda reforma, sobre todo cultural. Esta convicción la plasma en su primer escrito acerca de la educación: “La pedagogía social como programa político”, sobre la cual hace una conferencia en Bilbao el 12 de marzo de 1910.
Ortega intentaba, a través de esta conferencia, explicar la situación en la que se encontraba España por aquel entonces, buscando las causas que habían llevado a España a una crisis que estaba durando demasiado. Cuando inicia la exposición de dicha conferencia, Ortega nos muestra primero las profundas deficiencias que soportaba España desde hacía tres siglos, y cuyo máximo exponente radicaba en el hecho de que España no era una nación. Para Ortega, desde su actual perspectiva neokantiana, España no tiene carácter de nación porque no existe como comunidad regulada por unas leyes objetivas que estén fundadas en la racionalidad, en leyes aceptadas por todos los ciudadanos y que sean expresión de los deberes colectivos. España no es una nación porque sus ciudadanos no tienen como proyecto la realización de unos ideales objetivos, ciencia, arte, moral, etc., en los que una comunidad humana encuentra la plenitud de su desarrollo.
España es, para Ortega, paradójicamente, el país del individualismo y del subjetivismo, en el que se cultiva, como carácter propio, hacer cada uno lo que quiera, sin someterse a ninguna norma que no sea la de su libre albedrío. Así, un primer paso para solucionar el problema de España es asumir la ausencia de la cultura como realización colectiva de formas ideales, en la vida española. Este sentimiento de culpa no es, para Ortega, puro pesimismo sino un sincero análisis que nos muestra la diferencia entre cómo son las cosas y cómo deberían ser. Ortega nos invita a asumir conscientemente la realidad de la situación española, aunque esta realidad sea dolorosa, y nos anima a pensar en cómo debería ser España y conseguir que sea así.
“La argumentación de Ortega es apasionada, pero rigurosa: existe una realidad problemática “España” deficitaria en lo que se entiende en Europa por cultura, frente a un deber ser, su culturización tal como se da en Europa y según es formulada por el neokantismo; entonces, en la misma concienciación de esta situación problemática, en la profundización de ese diagnóstico, se puede vislumbrar la meta ideal que es necesario conseguir y el proceso para conseguirla. La meta es la transformación de la realidad española en el sentido de alcanzar las formas de culturas vigentes en Europa” .
Ortega sitúa a la educación en el recorrido del proceso que finaliza en esa transformación cultural deseada; destacando que la palabra educación tiene su raíz etimológica en el término latino “eductio” o “educatio”, cuyo significado era la acción de extraer una cosa de otra o la acción de convertir una cosa menos buena en algo mejor. Ortega entiende por educación, partiendo de su raíz etimológica “educatio”, el conjunto de acciones de los hombres que tienden a transformar la realidad dada en el sentido de un ideal.
Una vez establecido el significado de la palabra educación, Ortega se pregunta cuáles son las funciones de la pedagogía como ciencia educativa, y concluye que la pedagogía tiene, en este ámbito, dos funciones: la primera es la determinación científica de la finalidad de la educación; y la segunda, aún más básica, consiste en hallar los medios intelectuales, morales y estéticos, mediante los cuales se pueda lograr encaminar al docente en pos de ese ideal educativo.
“Puesto que por la educación tenemos que transformar al hombre real, al que “es”, en el sentido del ideal, el que “debe ser”, la primera tarea consiste en responder a la siguiente pregunta: ¿Cuál es el ideal de hombre que constituye el fin de la educación y que exige el empleo de determinados medios? Ese es el interrogante central de su conferencia” .
Ortega responde que el hombre no es mero organismo biológico; lo biológico es sólo un pretexto para que exista el hombre. El hombre es tal en cuanto productor hechos según formas ideales; en cuanto productor de la matemática, del arte, de la moral, del derecho; el hombre es tal en cuanto productor de cultura. En su búsqueda de determinar el fin de la educación, del ideal-hombre, Ortega afirma que el verdadero hombre no es el ser individual, aislado de los demás.
Ortega diferencia en cada hombre un “yo” empírico con sus caprichos, amores, odios y apetitos propios, singulares; y un “yo” que piensa la verdad común a todos, la bondad general, la universal belleza, es decir, distingue un “yo” empírico de un “yo” creador de cultura que es un “yo” genérico. Ciencia, moral, arte, etc., son hechos específicamente humanos y, por lo tanto, se es verdaderamente humano en cuanto se participa en la ciencia, en la moral y en el arte de una comunidad. El ideal de hombre, meta de la educación, es el hombre productor de cultura con los demás . Si éste es el ideal de hombre, la educación se debe encaminar hacia el yo genérico que siente, piensa y quiere según aquellas formas ideales; no hacia el yo empírico, en donde radica lo singular, y que predomina en España. La educación, como consecuencia de lo anterior, debe ser el proceso por el que lo natural del hombre se conforme al reino de los ideales, actuando de acuerdo a la normatividad derivada de los mismos.
Aunque Ortega, en esta su primera etapa pedagógica, está influido claramente por el neokantismo y ve las cosas desde una óptica totalmente cultural, discrepa en algunos aspectos con los neokantianos. Ortega se ha formado, al conocer a los neokantianos, una fuerte personalidad y tiene intereses socio-políticos que se oponen de lleno al formalismo neokantiano. A colación con esto, J. Escámez opina que en esta obra de Ortega hay ciertas peculiaridades que se deben considerar.
La primera es la visión histórica que aporta del hombre junto a su conceptualización como ser social. Cuando expone la característica social del hombre para señalar que, en la relación educativa, el pedagogo se halla frente a un tejido social, no frente a un individuo, Ortega nos dice que: “en el presente se condensa el pasado íntegro; nada de lo que fue se ha perdido; si las venas de los que murieron están vacías, es porque su sangre ha venido a fluir por el cauce joven de nuestras venas” . En la imagen literaria se puede ver una visión del hombre en la que lo peculiar, lo que le ha sucedido en el tiempo, se hace presente en la configuración concreta de unas personas que no son la humanidad genérica. La intensificación de la concepción del hombre como un ser que se va haciendo de una manera concreta, en su devenir biográfico, será una de las líneas evolutivas de su posterior pensamiento antropológico.
La segunda peculiaridad reside en la importancia conferida por Ortega a la producción de hechos culturales. Ortega está especialmente interesado en el proceso de construcción cultural, como real y concreta producción de objetos. Para él la cultura es labor, producción de cosas humanas, quehacer: “Cuando hablamos de mayor o menor cultura queremos decir mayor o menor capacidad de producir cosas, de trabajo. Las cosas, los productos son la medida y el síntoma de la cultura” .
A lo anterior se debe su propuesta de una educación para y por el trabajo, trabajo no individual sino común. Esta propuesta debe servir también para superar los personalismos, las luchas entre hermanos y la falta de unión entre los españoles. Ortega pretende, teniendo el problema de España de fondo de su pensamiento, la transformación cultural de su sociedad, concibiendo la pedagogía como la ciencia de esa reconstrucción socio-cultural; y dice, irónicamente que: “si esto ha sido considerado política, entonces la política se ha hecho para nosotros pedagogía social y el problema español un problema pedagógico” .

3.3. LA PEDAGOGÍA VITALISTA.

Ortega, en su primera etapa pedagógica, la “pedagogía idealista”, nos muestra una filosofía de la educación centrada en la realización cultural del hombre en cuanto miembro del todo social. Para él, la acción política se reduce, en último término, a acción cultural, a pedagogía social, porque en la vida social, en la cooperación y la comunicación se realiza el hombre en su condición cultural. Ortega considera, en esta su primera época, que la solución al problema de España está en su reforma cultural mediante la educación.
Desde estas posiciones, partiendo del compromiso intelectual que asume sobre la transformación de la sociedad española, Ortega va evolucionando en su pensamiento, estando convencido de que la salvación de España no será posible sin su idiosincrasia y su situación histórica. Ortega, con sus planteamientos neokantianos, propugna un hombre productor de cultura, que realice formas ideales; un individuo humano empeñado en la construcción de una cultura válida para toda la humanidad.
Pero Ortega va descubriendo que un individuo de esa índole es algo abstracto; el racionalismo, que es una forma de idealismo, se ha olvidado del hombre real y concreto que vive en una situación real y concreta. Ortega comienza a pensar que se debe volver la mirada hacia ese hombre para que se muestre en su radical realidad, se debe superar el racionalismo y es necesaria una nueva manera de abordar el conocimiento del hombre. ¿Cómo logra conseguir esto Ortega? Pues a través de su encuentro con la fenomenología, que le ayudará en su nueva etapa pedagógica: la “pedagogía vitalista”.
Volver la mirada al hombre mismo, a su ser real y concreto, le pone de manifiesto a Ortega que el ser del hombre consiste en vivir. La vida es la realidad radical de la que se debe partir, con la que hay que contar. Esta convicción llegará a ser una de las claves de su pensamiento filosófico, como nos recordará en su madurez: “lo primero, pues, que ha de hacer la filosofía es definir ese dato, definir lo que es mi vida, nuestra vida, la de cada cual. Vivir es el modo de ser radical: toda otra cosa y modo de ser lo encuentro en mi vida, dentro de ella, como detalle de ella y referido a ella” . En la tensión vida-cultura, la primacía que había logrado alcanzar la segunda, en su etapa idealista, cede su lugar y es considerada por Ortega como manifestación de la vida: la cultura consistirá en vivir la vida en plenitud.
Si esto es así, la vida deberá ser considerada como el axioma de la cultura, la profundización en este sentido le hará llegar a la interpretación de la vida como creatividad. Este cambio de perspectiva orteguiano, del idealismo al vitalismo, va ligado a las influencias que sobre él ejercían diversas obras de filosofía, que probablemente reflexionaban sobre la situación española. Ortega, que había propuesto una culturización al modo europeo para la reforma socio-política española, nos advierte que para salvar a España debemos contar con las energías que existen en ella; al volver atrás la mirada a la realidad española, se da cuenta de que la peculiaridad de su idiosincrasia reside en la afirmación de la vida inmediata y elemental.
En esta segunda etapa de su pensamiento pedagógico, Ortega escribe un ensayo titulado “Biología y pedagogía”, en el que expone sus ideas sobre la educación a propósito de una polémica creada por la Real Orden al prescribir la lectura del “Quijote” en la escuela elemental. Ortega inicia este ensayo asumiendo algo fundamental: hay que educar para la vida y, como no se puede enseñar todo, se debe delimitar aquello a lo que la educación ha de circunscribirse de modo prioritario. La concepción teleológica que tiene Ortega de la acción, que aparece en su época idealista y que nunca abandonará, le hace cuestionarse sobre la naturaleza del fin de la educación. Ortega piensa que se debe educar para la vida, pero: ¿qué significa la vida esencial a la que debe atender la educación? El éxito de la educación dependerá de la respuesta a esta pregunta.
Ortega considera que la vida es, en su sentido más radical, elemental, espontánea; es la que él denomina, al modo spinoziano, “natura naturans” pero no la “natura naturata”. Así, es la vida en cuanto fuerza creadora, en cuanto sustrato biológico del que devienen todos los impulsos y energías que llevan al hombre a actuar. Es a esta vida a la que le debe prestar atención, de modo prioritario, la educación elemental; posteriormente, en los grados superiores, se puede educar en civilización y cultura, especializando el alma del adulto. Ortega intenta justificar esta tesis con varios argumentos: a) en los organismos biológicos hay funciones más vitales que otras. Esas funciones más radicalmente vitales son las no especializadas, las no mecanizadas, que representan de modo genuino la vida; por su inespecialización pueden dar respuestas a plurales, diversas y cambiantes situaciones y; b) esa vida primigenia, radical, es realmente la creadora de cultura: “La cultura y la civilización, que tanto nos envanecen, son una creación del hombre salvaje y no del hombre culto y civilizado” . Todas las grandes épocas de creación han sido precedidas de una explosión de salvajismo. Si queremos tener una cultura dinámica, que realmente sea plenitud humana, hay que centrarse en el estudio, análisis y potenciación de esa vitalidad primaria que, como explosión de sí misma, creará nuevas formas de cultura.
Aquí es donde interviene la pedagogía, la propuesta orteguiana está a años luz del naturalismo que propugnaba Rousseau, que debe buscar los medios para maximizar esa vida y en su aplicación consiste la educación. Ortega piensa que no debemos dejar al niño a su libérrimo desarrollo, no hay que imitar los procesos naturales; las acciones educativas son intencionales, reflexivas, cuya meta es cooperar de modo técnico en la potenciación vital más profunda de los niños. La educación debe orientarse hacia el incremento del propio poder vital, no hacia la adquisición de formas culturales. ¿Cuáles son las funciones espontáneas que es necesario potenciar? Ortega responde que: “el coraje y la curiosidad, el amor y el odio, la agilidad intelectual, el afán de gozar y triunfar, la confianza en sí y en el mundo, la imaginación, la memoria” . Ortega propugna que la educación esté dirigida a asegurar la salud vital, supuesto de toda otra salud: “La enseñanza elemental debe ir gobernada por el propósito último de producir el mayor número de hombres vitalmente perfectos; hombres que sientan brotar su actuación espiritual de un torrente pleno de energía, que no percibe su propia limitación, que parece saturado de sí mismo; hombres cuyas acciones son como un desborde de su interna abundancia” .
Aunque lo pueda parecer, Ortega no propone un primitivismo naturalista, al modo de Rousseau, ni defiende ningún irracionalismo anticulturalista. Simplemente hace una revisión del papel que había otorgado, en su anterior etapa pedagógica, a la cultura: ser el principio y el sentido de la vida humana. Ahora, paradójicamente, enmarca a la cultura dentro de la vida, el sentido de la cultura radica precisamente en ser una función de la vida. No es la vida para la cultura sino la cultura para la vida; en este equilibrio vida-cultura, la balanza cae hacia el lado de la vida porque ella es el axioma de valoración de la cultura. La vida pasa a ser, para Ortega, el criterio de autentificación y vivificación de la cultura. Ortega no realiza solamente la exposición de dos funciones inherentes a esa vida primigenia, el deseo y los sentimientos, también intenta mostrar los procedimientos adecuados para la educación de esa vida esencial. El niño, para potenciar su impulso vital, debe estar rodeado por un entorno de sentimientos audaces y magnánimos; ambiciosos y entusiastas. Un medio pedagógico de importancia es presentarle, más que hechos, mitos. Ortega piensa que el mito reactiva en nosotros las corrientes inducidas por los sentimientos que nutren el impulso vital. Otro procedimiento al que alude Ortega es que hay que educar a los niños como niños y no como adultos, lo cual no sucede hoy en día; no se debe educar al niño desde el ideal de hombre ejemplar, sino desde las pautas propias de la puerilidad.
Ortega critica el hecho de que juzguemos a los niños desde nuestra categoría de adultos, dando por supuesto que los niños están inmersos en el mismo medio vital que nosotros. Hay que entender que el niño tiene su propio medio vital de intereses, no utilitarios, que se deben desarrollar y, de ese desarrollo dependen las direcciones más vitales de la vida del adulto. Así, dice Ortega que: “el canto del poeta y la palabra del sabio, la ambición del político y el gesto del guerrero son siempre ecos adultos de un incorregible niño prisionero” . Los objetos que existen vitalmente para el niño, que le ocupan y preocupan, que fijan su atención, que disparan sus afanes, sus pasiones y sus movimientos, no son los objetos reales cualesquiera, sino los deseables, que pueden ser reales o no, pero que al niño le interesan en cuanto deseables; por eso le atraen los cuentos, las leyendas en las que transforma la realidad para convertirla en un paisaje según sus deseos.










3.4. PEDAGOGÍA DE LA MADUREZ.

La postura definitiva y madura de Ortega no es la de su “pedagogía vitalista”, sino que hay una etapa posterior en su vida: su “pedagogía de la madurez”, que surge en 1930 cuando Ortega inicia la búsqueda de un equilibrio entre vida y cultura, dando otra vuelta de tuerca a su pensamiento.
Ortega piensa que la espontaneidad vital, fuera de lo institucional, degenera en un primitivismo irresponsable; y unas instituciones sin vitalidad derivan en la rutina y la inercia. Ortega nos explica, en su artículo “Un rasgo de la vida alemana”, que el individuo posee ilimitadas posibilidades de tener una personalidad u otra; pero en el hombre concreto estas posibilidades reales están limitadas: son aquellas que provienen del entorno en el que ese hombre vive, un entorno cultural y social concreto, en el que se ha depositado lo que los demás hombres, antes que él, han hecho.
La cultura, los objetos culturales, siempre surgieron como acciones individuales, pero dejaron de ser individuales al convertirse en objetos, adquiriendo vida propia. Por eso, las posibilidades reales que tendrá un individuo serán las que le aporten las instituciones desindividualizadas, que les resultan extrañas a los individuos y que le son impuestas. Esta imposición tiene dos aspectos: por un lado, se trata de una limitación; por otro lado, es lo que hace posible nuevos individuos. La vida, en su ámbito de libertad, está siempre amenazada por lo mismo que la hace posible: la cultura. Por eso la vida desconfía de la cultura y se vuelve contra la misma, precisamente porque la cultura es el presupuesto de su seguridad; debe criticarla y trascenderla siempre de nuevo, pero no hacia la naturaleza, sino hacia nuevos modos de cultura.
De ahí que Ortega, en sus cursos para universitarios, insistiera a sus alumnos en que debían partir de la cultura que les rodeaba; pero, como creadores de cultura, debían esforzarse en hacer un análisis crítico de la misma, y ver si la cultura producida hasta el momento era de su agrado o si debían producirla de otra manera, en eso consiste el vivir en la cultura de los tiempos . Sólo podemos decir que hallamos la verdad cuando encontramos un pensamiento que satisface una necesidad sentida por nosotros. Si el alumno sólo siente necesidad de aprender lo que otros han descubierto, tendrá afición o gusto, ya que parte de una necesidad impuesta y artificial; pero esa necesidad será diferente de los hombres que generaron nuevos conocimientos, porque los necesitaban para poder vivir, porque era una necesidad vital para ellos. Ortega aplica aquí un interesante concepto de enseñanza: “Enseñar no es primaria ni fundamentalmente sino enseñar la necesidad de una ciencia, y no enseñar la ciencia cuya necesidad sea imposible hacer sentir al estudiante” .
Ortega piensa que es necesario promover, partiendo de lo anterior, unas instituciones educativas movidas por el afán de encontrar las respuestas a los problemas vitales sentidos por los alumnos; y en las que la libertad, la democracia y la modernidad sean las orientaciones básicas. Estas instituciones son las propuestas por Ortega en su “Misión de la Universidad” (1930), una de sus obras pedagógicas más importantes. Ortega, al comienzo de esta obra, intenta hacer un diagnóstico de la Universidad española, cuestionándose el significado de la institución universitaria en aquellos momentos. La respuesta que Ortega da a esta pregunta es toda una declaración de principios, firme y arrolladora: la Universidad es un centro de enseñanza superior, en el que se prepara a los hijos de las familias acomodadas, no a los de las familias obreras, para que ejerzan las profesiones intelectuales; y un centro cuyos profesores están obsesionados por la investigación científica y por preparar a futuros investigadores .
Ortega critica varios aspectos del modelo universitario español de su época: a) su elitismo, porque no reciben la enseñanza superior todos los que pueden y deben recibirla; b) su escaso criterio investigador, porque confunde la enseñanza o el aprendizaje de la ciencia con el descubrimiento de la verdad o la demostración del error y c) el abandono de la enseñanza de la cultura, es decir, no transmitir ideas claras y firmes sobre el universo, convicciones positivas sobre lo que son las cosas y el mundo; en otras palabras, no ser la institución que enseñe a vivir conforme a las ideas más avanzadas de su tiempo. Pero, ¿cuál es la misión de la Universidad de nuestro tiempo? Ortega responde que la misión de la Universidad es transmitir la cultura, enseñar las profesiones, la investigación científica y la educación de nuevos investigadores. Esta misión de la universidad, desde esta postura, puede parecer poco novedosa, la novedad aparece cuando se formula la siguiente pregunta: ¿Qué criterio de prioridad se debe establecer para dichas funciones universitarias dentro de su propia misión? Ortega se plantea el fin de la Universidad y, desde esa finalidad, establece el criterio básico: “En vez de enseñar lo que, según un utópico deseo, debería enseñarse, hay que enseñar sólo lo que se puede enseñar, es decir, lo que se puede aprender. La innovación pedagógica de Rousseau, Pestalozzi, Fröbel, etc., es que frente a la prioridad concedida al saber, o al maestro, la prioridad tiene que estar en el alumno, y en el alumno medio” .
Ortega dice que el principio regulador de la enseñanza universitaria debe ser el “principio de economía”. Si la pedagogía, y las actividades docentes, han devenido en ocupación o profesión, tan solicitada a partir del siglo XVIII, ha sido gracias al gran desarrollo alcanzado por la ciencia, la tecnología y la cultura. El hombre tiene que aprender, para poder vivir con desahogo, multitud de cosas, y el niño, el joven, poseen una capacidad individual muy limitada de aprendizaje. La pedagogía, la acción docente, surge por la necesidad de seleccionar lo que es básico en el aprendizaje, y para poder facilitar el mismo. El punto de partida de la pedagogía debe ser el estudiante, más concretamente el estudiante medio, sus posibilidades de conocimiento y sus necesidades vitales; este estudiante sólo debe aprender los contenidos necesarios para vivir a la altura de su tiempo, contenidos que podrá ir asimilando con holgura y plenitud.
“La universidad consiste, primero y por lo pronto, en la enseñanza que debe recibir el hombre medio; hay que hacer del hombre medio, ante todo, un hombre culto, situarlo a la altura de los tiempos; hay que hacer del hombre medio un buen profesional; no se ve razón ninguna densa para que el hombre medio necesite ni deba ser un hombre científico” . Ortega piensa que la Universidad debe enseñar cultura, entendiendo por cultura el sistema de ideas vivas que cada época tiene, ese es su lema: “Esas que llamo ideas vivas o de que se vive son, ni más ni menos, el repertorio de nuestras efectivas convicciones sobre lo que es el mundo y son los prójimos, sobre la jerarquía de los valores que tienen las cosas y las acciones: cuáles son estimables, cuáles son menos” . El hombre no puede vivir sin hacer frente a su entorno o mundo; forjándose una interpretación intelectual, y de su posible conducta, en el mismo. Esa hermeneútica es el repertorio de convicciones o ideas, sobre el universo y sobre sí mismo, que debe enseñar la Universidad.
Ortega piensa que los contenidos culturales vienen, en su época, en su mayor parte, de la ciencia; la cultura extrae de la ciencia lo vitalmente necesario para interpretar nuestra existencia, pero nos avisa que existen muchas partes de la ciencia que no son cultura sino pura técnica científica. El hombre necesita vivir, y la cultura es la hermeneútica de esa vida; la vida, que es el hombre, no puede esperar a que las ciencias expliquen de modo científico el universo; el hombre, para su vida, que es urgencia, necesita la cultura como un sistema completo, integral y claramente estructurado del universo; y esa cultura debe ser la de su tiempo. Enseñar esta cultura en la Universidad requiere docentes con gran capacidad sintética y sistemática.
“Primero, se entenderá por Universidad, stricto sensu, la institución en que se enseña al estudiante medio a ser un hombre culto y un buen profesional; segundo, la Universidad no tolerará en sus usos farsa ninguna, es decir, que sólo pretenderá del estudiante lo que prácticamente puede exigírsele; tercero, se evitará, en consecuencia, que el estudiante medio pierda parte de su tiempo en fingir que va a ser un científico. A este fin se eliminará del torso o mínimum de estructura universitaria la investigación científica propiamente tal; cuarto, las disciplinas de cultura y los estudios profesionales serán ofrecidos en forma pedagógicamente racionalizada, (sintética, sistemática y completa), no en la forma que la ciencia abandonada a sí misma preferiría: problemas especiales, “trozos de ciencia”, ensayos de investigación; quinto, no decidirá en la elección del profesorado el rango que como investigador posee el candidato, sino su talento sintético y sus dotes de profesor; sexto, reducido el aprendizaje de esta suerte al mínimum en cantidad y calidad, la Universidad será inexorable en sus exigencias frente al estudiante” , esta cita orteguiana nos muestra la delimitación de la misión primaria de la Universidad, partiendo del que debe ser el principio regulador de la enseñanza universitaria: el “principio de economía”.
Ortega denuncia la farsa de la investigación científica y de su pretendida enseñanza en los estudios ordinarios, aunque sabe de antemano que sus opiniones no son bien vistas por la comunidad científica, y nos dice que: “La Universidad es distinta, pero inseparable de la ciencia. Yo diría: la Universidad es, además, ciencia” . La ciencia es el supuesto radical para la existencia de la Universidad, ésta tiene que vivir con aquélla, porque la ciencia es el alma de la Universidad. Pero además de estar relacionada con la ciencia, la Universidad necesita tener contacto con la existencia pública, con la realidad histórica, con el presente. La Universidad debe estar abierta a la plena actualidad, e intervenir en ella como tal Universidad, tratando los grandes temas del día, desde su punto de vista propio, cultural, profesional o científico. Entonces, concluye Ortega, volverá a ser la Universidad lo que fue en su hora mejor: un principio promotor de la historia europea .
Ortega no contaba con que el problema de España se iba a agravar y, a partir de 1936, este problema deriva en una enorme tragedia: la Guerra Civil española, que le lleva a exiliarse de modo voluntario en América y Europa. En los años posteriores, hasta su muerte en 1955, su radical compromiso político se va debilitando ante las nuevas circunstancias. Sin embargo, lo que no decae en Ortega en esos años es su talento como filósofo, escribiendo excelentes obras como “Ideas y creencias” (1940), “La razón histórica, 1ª parte” (1940), “La razón histórica, 2ª parte” (1944), “La idea de principio en Leibniz” (1947), “El hombre y la gente” (1949), etc., pero sólo escribe un texto sobre pedagogía: “Apuntes sobre una educación para el futuro” (1953). Los escritos pedagógicos orteguianos forman parte de su pensamiento filosófico, pero no hay en los mismos una exposición sistemática. En cualquier caso, hemos analizado los escritos pedagógicos más básicos de Ortega, aunque sus escritos son más numerosos que los citados.

3.5. DIMENSIONES DE ORTEGA COMO EDUCADOR.

Al analizar el pensamiento pedagógico de Ortega, se hace patente una doble motivación: la primera, que condiciona y da sentido a su obra, es la transformación de la realidad socio-cultural española. El denominado “problema de España” centrará su atención constantemente, y le hará generar iniciativas de todo tipo: “Liga de Educación Política”, “Agrupación al Servicio de la República”, etc., Por otra parte, Ortega tendrá una activa intervención en los asuntos públicos mediante conferencias y artículos de prensa, y una gran actividad como diputado en las Cortes. La segunda motivación, ligada a la anterior, es que Ortega considera que su vocación es ser el reformista, el moldeador de la nueva sociedad y del nuevo hombre español; y en su faceta de filósofo, realiza su vocación aportando las ideas necesarias para tal transformación.
Ortega es, en el ámbito académico, la personalidad más influyente de la filosofía española de su época; y en torno a él se constituye la “Escuela de Madrid”, cuyos integrantes son, junto al mismo Ortega, Manuel García Morente, Xavier Zubiri y José Gaos, que son los titulares de las cátedras de filosofía de Madrid. A ellos se les sumarán posteriormente sus entonces alumnos: Luis Recaséns, María Zambrano, Joaquín Xirau y Julián Marías, que de algún modo tendrán relación con dicha escuela. Julián Marías se convertirá, con el paso de los años, en el mejor amigo y discípulo de Ortega, además de su biógrafo, y él mismo llevará a cabo la edición de algunas obras póstumas suyas, como es el caso de “¿Qué es filosofía?”, en 1958.
Ortega ha sido considerado, por sus coetáneos, como el maestro indiscutible y como un gran representante de la filosofía española del siglo XX. La influencia de Ortega no se reduce a los profesores y alumnos, en la época esplendorosa de la “Escuela de Madrid”, que le tuvieron por compañero o maestro; sino que su influjo llega también a otras personas relevantes de la filosofía y la cultura española de la posguerra: José Luis Aranguren, Pedro Laín Entralgo, etc., así podemos asegurar que la filosofía orteguiana pertenece a la tradición cultural española.
En el ámbito pedagógico, la influencia de más calado es la que Ortega ejerce sobre Lorenzo Luzuriaga, que conocía a Ortega desde 1908, cuando este asume la cátedra de la Escuela Superior de Magisterio. En relación con los programas de reforma educativa orientados a desarrollar la pedagogía como disciplina científica, conviene destacar a otro discípulo suyo: Joaquín Xirau, que trabajó como pedagogo en Cataluña. Otra discípula suya fue María de Maeztu, quien siguió los pasos de Ortega y se fue a Marburgo, estudiando Pedagogía Social con Natorp. María de Maeztu viajó por toda Europa para conocer las escuelas nuevas de pedagogía, lo cual le sirvió para después desarrollar en España un proyecto de reforma de los métodos de enseñanza.
En el contexto extrauniversitario, Ortega realizó las llamadas, según Luzuriaga, “fundaciones”, buscando influir, mediante nuevas ideas, en la sociedad española. Entre estas fundaciones destaca la “Revista de Occidente”; sus experiencias anteriores, en las actividades culturales y políticas, le hicieron concebir esta revista como una plataforma de lanzamiento para la transformación cultural de España y como un medio de expresión de su pensamiento.
Por último, cabe decir que Ortega tuvo también influencia en el sur de Sudamérica, donde encuentra una comunidad de valores y sentimientos parecidos a lo que él promulga, y donde su influjo se ampliará merced al exilio de varios miembros de la “Escuela de Madrid” a causa de la guerra civil española. Sin embargo, es en Puerto Rico donde Ortega logra más influencia, en su universidad se llevaron a la práctica algunos planteamientos desarrollados en su “Misión de la Universidad”, y muchos textos orteguianos han sido usados allí como textos de estudio.

4. LA VERDADERA CUESTION.

Después de haber hecho un completo análisis del pensamiento orteguiano, de su concepto filosófico y pedagógico, ahora vamos a meternos de lleno en lo que, a mi parecer, fue su verdadera ilusión: la unidad de los europeos. Ortega pensaba que en España había un sentimiento de retraso con respecto a la Europa moderna, España era uno de los países más atrasados tanto a nivel cultural como económico y social, y Ortega creía fehacientemente que la solución a todos los problemas españoles pasaba por Europa; España no se había adaptado a la modernidad reinante en Europa, se había quedado anticuada en todos los aspectos y necesitaba una profunda reforma en sus instituciones.
Pero Ortega, a medida que va realizando su proyecto, se da cuenta de que España no es la única que está sumida en la desmoralización, la modernidad también está llevando a Europa a una gran crisis. España está en crisis por no adaptarse a los cambios que conlleva la modernidad, pero Europa está en crisis por lo opuesto: la modernidad se ha ingurgitado a los europeos, que no han sabido ponerle límites.
Ortega trata el tema de Europa en multitud de sus artículos y conferencias, pero a mi parecer hay tres lecturas básicas que nos servirán para entender mejor el concepto que Ortega tenía de Europa: “España Invertebrada”, “Meditación de Europa” y “La Rebelión de las Masas”.
“La primera percepción que tengo del prójimo es la de ser un elemento desintegrador de mi mundo y que al mismo tiempo lo constituye. Estoy en el parque. Mi mirada se pasea por los diferentes objetos: el banco, el césped, el árbol, las flores. Es un paseo constitutivo de mi mundo. Están cerca, lejos, de mí, unos junto a otros; emergen desde un fondo de ser sin fisuras, pero son organizados desde mí como centro ontológico. De repente, mi mirada tropieza con algo que se resiste a esta objetivación plena, que trastorna todo mi mundo, que no se mezcla con las demás cosas, que no tiene con ellas una relación aditiva. A eso le llamo hombre. Aunque su carácter de probabilidad, en principio, es el mismo que el del resto de los objetos, me doy cuenta que no puedo reducirlo a uno más de ellos. De momento ha desorganizado mi mundo. Lo que antes era mi mundo ahora pasa a ser su mundo y yo estoy en él, soy un objeto para quien me mira. Es un objeto maligno, es otro sujeto” . Esta cita de Agustín González es una muestra de la impronta que Ortega ha dejado en el pensamiento filosófico de nuestro tiempo; analizando el contenido de este párrafo nos damos cuenta que este texto es muy similar a los textos de Ortega.
Ortega piensa que el hombre es un proyecto de sí mismo, el hombre se va haciendo constantemente su vida al hilo de sus circunstancias. El hombre es un ser que existe en unas determinadas circunstancias que debe salvar para salvarse a sí mismo; aquí se da la presencialidad de la vida: desde el “contar con”, y el “reparar en”, las cosas que constituyen toda la realidad.
La vida es lo que nos sucede y lo que nos sucede son noticias para nosotros, la vida es enterarse incesantemente de los datos del mundo y de lo que se hace con el mismo. El hombre es un ser decisorio de por sí, decide en su vida lo que va a ser, decide su ser; pero para que el hombre decida en cada momento qué va a ser, es necesario que se dé cuenta de las cosas. La vida es también un quehacer: aún en la desidia o en los momentos extremos donde el suicidio se presenta como última opción ante la vida, estamos plenamente instalados en el quehacer en que consiste la vida; que es tener siempre que, se quiera o no, hacer algo. La vida que me ha sido dada tengo que hacérmela yo, que me sea dada no significa que me sea hecha. Así, lo que me es dado con la vida es un quehacer, la vida da mucho quehacer, el quehacer fundamental es decidir en cada momento lo que haremos en el siguiente, por eso la vida es decisiva.
Ortega dice que la vida es algo que está más allá de mí, mi yo o mi circunstancia; no podemos confundir la realidad que llamamos vida con nuestro yo, porque yo no soy más que un ingrediente de mi vida, el otro es la circunstancia o mundo. La realidad de mi yo es secundaria a la realidad integral que es mi vida; encuentro aquélla en la realidad vital. Así, la vida se nos presenta como la manifestación patente de la realidad radical y absoluta, lo inmediato, donde se ancla la filosofía; y es un instante radical, anterior y previo a la persona o su término objetivo. La vida es la realidad radical de ese ser viviente concreto que es el hombre, cuyo entorno es su circunstancia o mundo, que va decidiendo lo que va a ser en cada momento; pero para tomar decisiones es necesario que primero se dé cuenta de las cosas. La vida del hombre consiste en quehacer, en tener que hacer algo se quiera o no, y el quehacer va de la mano de la capacidad de decisión del hombre: cuando decidimos algo, hacemos algo lo queramos o no. La vida me es dada pero no hecha, me la tengo que hacer yo. Así la vida es proyecto, el hombre no es un ser acabado, pleno, porque decide su vida a cada momento, cada decisión que toma forma parte del proyecto que es su vida y su quehacer.
El hombre es un ser subjetivo, individualista, que aprehende la realidad como algo objetivo, todo lo que le rodea es objeto para él, pero pronto se da cuenta de que no está solo en el mundo porque existen multitud de realidades vitales como él. Cuando se da cuenta de que existen más hombres se angustia, ve al otro, al prójimo, como algo peligroso para su propia existencia porque ocupa su espacio vital. El hombre tiene, ante la alteridad, una doble perspectiva: al mismo tiempo desintegra su mundo y lo constituye. El hombre está tranquilo hasta que su mirada tropieza con algo que no se deja objetivar, que no se puede mezclar con las cosas ni añadirse a ellas. Así, el hombre se da cuenta de que lo que era su mundo ha pasado a ser el mundo del otro, formando parte del mismo y siendo un objeto del mismo. El otro ha pasado a ser un objeto maligno, es otro sujeto como yo.
La vida es quehacer, pero si el hombre decide no hacer nada se desmoraliza, y eso es lo que le estaba sucediendo al hombre europeo de principios del siglo XX. España estaba perdiendo su identidad como nación, pero estaba sucediendo lo mismo en el resto de Europa; el hombre europeo estaba perdiendo la conciencia de ser tal porque solo veía al prójimo (las demás naciones) como algo peligroso que trastornaba su mundo y no como algo que constituía su mundo. Esa era la situación que Ortega trataba de invertir: su proyecto para levantar a España de su caída iba más allá, la verdadera ilusión de Ortega era hacer un proyecto común para liberar a Europa de la desmoralización producida por la modernidad. Esa es la “verdadera cuestión” para Ortega, razón del encabezado de este apartado en esta investigación.
4.1. LAS DOS ESPAÑAS.

Este apartado es un resumen del gran análisis de la situación española que realiza Ortega en su “España Invertebrada”, obra que refleja claramente el profundo pesar del propio autor y su búsqueda de soluciones para dicha problemática, grave y profunda. Pero esta obra no versa solamente sobre los problemas de la sociedad española de antaño, sino que también explica los males de la propia sociedad europea, que también influyeron en el alma española.
Dice Ortega, al principio de su “España Invertebrada”: “Entorpece sobremanera la inteligencia de lo histórico suponer que cuando de los núcleos inferiores se ha formado la unidad superior nacional, dejan aquéllos de existir como elementos activamente diferenciados. Lleva esta errónea idea a presumir, por ejemplo, que cuando Castilla reduce a unidad española a Aragón, Cataluña y Vasconia, pierden estos pueblos su carácter de pueblos distintos entre sí y del todo que forman. Nada de esto; sometimiento, unificación, incorporación no significan muerte de los grupos; la fuerza de independencia que hay en ellos perdura, bien que sometida; esto es, contenido su poder centrífugo por la energía central, que los obliga a vivir como partes de un todo y no como todos aparte. Basta con que la fuerza central, escultora de la nación- Roma, en el Imperio; Castilla, en España; la Isla de Francia, en Francia-, amengüe para que se vea automáticamente reaparecer la energía secesionista de los grupos adheridos” .
Cuando Ortega escribe, en 1921, “España Invertebrada. Bosquejo de algunos pensamientos históricos”, está apesadumbrado por la grave crisis que atravesaba España en aquellos momentos y que quince años después derivó en la cruenta guerra civil de hermanos contra hermanos españoles.
En esta obra, Ortega hace un sesudo análisis de la situación española, intentado buscar las claves del porqué de esa crisis y sus posibles soluciones, como la reforma educativa mencionada en apartados anteriores. Pero se da cuenta enseguida de que la crisis española viene de centurias atrás y que la solución al problema no es fácil. España había perdido, como otras naciones europeas, pero de diferente modo, la conciencia de ser una nación y debía volver a ser lo que fue: una gran nación referente de Europa. Pero esto mismo estaba sucediendo en Europa: las naciones europeas estaban perdiendo la conciencia de ser tales, sin tener en cuenta que Europa es anterior a sus naciones y que Roma fue el paradigma del espíritu europeo.
Ortega, en el prólogo a la segunda edición de “España Invertebrada”, ya nos deja entrever las causas de la crisis que soportaba España en aquella época. Ortega intenta definir la grave enfermedad que España sufre, diciendo que es inevitable que sobre esta obra pese una desapacible atmósfera de hospital .
“¿Quiere esto decir que mis pensamientos sobre España sean pesimistas? He oído que algunas personas los califican así y creen, al hacerlo, dirigirme una censura; pero yo no veo muy claro que el pesimismo sea, sin más ni más, censurable. Son las cosas a veces, de tal condición, que juzgarlas con sesgo optimista equivale a no haberse enterado de ellas” . Ortega piensa que esa óptica optimista es la que tenían los españoles en su época, pero no era el mayor problema de España la carencia de hombres con talento sinóptico suficiente para formarse una visión íntegra de la situación nacional, donde aparecieran los hechos en su verdadera perspectiva . Hasta que no se corrija ese defecto ocular que impide al español medio la percepción acerca de las realidades colectivas, no será posible vislumbrar mejora alguna en el destino de los españoles. Ortega pensaba que ya no quedaban hombres como los de antes, los del siglo XVII, los del siglo de Oro español, que sí tenían esa capacidad de ver más allá de su propio horizonte. Era necesario forjar nuevos héroes talentosos, según nuestro autor, imbuidos por ese espíritu que España respiraba en el siglo XVII.
Dice Ortega que: “la aberración visual que solemos padecer en las apreciaciones del presente español queda multiplicada por las erróneas ideas que del pretérito tenemos. Es tan desmesurada nuestra evaluación del pasado peninsular, que por fuerza ha de deformar nuestros juicios sobre el presente. Por una curiosa inversión de las potencias imaginativas, suele el español hacerse ilusiones sobre su pasado en vez de hacérselas sobre el porvenir, que sería más fecundo” . Ortega piensa que el presente debe hacer de puente entre el pasado y el futuro; el pasado hay que superarlo, asimilarlo, pero no olvidarlo porque el pasado nos debe servir para nuestro porvenir en el futuro, en nuestro proyecto, en nuestro quehacer. Los españoles se consuelan de las afrentas del presente recordando a los héroes del pasado, pero en vez de eso deberían almacenar los desastres del pasado y procurar victorias en el presente. Este influjo aparece claramente en la producción intelectual: la idea de que en el pasado poseíamos una ejemplar cultura, ha imposibilitado el normal desarrollo de un arte y una ciencia nuevos en el presente.
Ortega se cuestiona lo siguiente: “¿No es el peor pesimismo creer, como es usado, que España fue un tiempo la raza más perfecta, pero que luego declinó en pertinaz decadencia? ¿No equivale esto a pensar que nuestro pueblo tuvo ya su hora mejor y se halla en decrepitud?” . Así, dice nuestro autor que las páginas de su ensayo no pueden ser tildadas de pesimistas si se comparan con el modo de pensar usado por los españoles en ese momento.
Ortega nos advierte de que la descomposición del poder político logrado en España en el siglo XVI no significó una decadencia: el apogeo de España era más aparente que real, y lo mismo sucedió con su decadencia. Es un espejismo peculiar a la historia de España, que constituye el problema específico propuesto a la atención de los meditadores nacionales . También nos advierte Ortega de que, al analizar la situación española, nos encontramos con síntomas que no son exclusivos de nuestro país, sino tendencias generalizadas hoy en todas las naciones europeas. Las épocas representan el papel de atmósferas históricas o climas morales a que están sometidas las naciones; aunque las naciones europeas tengan una fisonomía diferente entre ellas, la comunidad de época les impone ciertas similitudes.
Ortega dice que no intenta distinguir el fenómeno europeo de lo genuinamente español, porque entonces incurriría en un error de bulto: dejar desenfocada la silueta de nuestro problema nacional . Pero dice que el tema de la Europa actual es demasiado tentador para que un día u otro no se rinda a la faena de tratarlo, y entonces deberá expresar su convicción de que las grandes naciones europeas están en el momento más grave de toda su historia; sin referirse a la conflagración mundial, sucedida unos pocos años antes, y sus consecuencias. Esta conflagración mundial no había hecho otra cosa que acelerar la crisis de la vida europea anterior a la guerra, que ya habían vaticinado algunos pensadores de nuestro continente. Ortega se cuestiona porqué unas naciones europeas, capaces de organizar tan tremenda contienda, no son capaces de conseguir ahora la paz; respondiendo que las naciones beligerantes han quedado extenuadas a raíz de la guerra, pero esa idea de que las guerras extenúan es un error que proviene de otro tan extendido como injustificado: pensar que las guerras son un hecho anómalo en la biología humana.
La guerra fatiga pero no extenúa: es una función natural del organismo humano, para la cual se halla éste prevenido. Para Ortega, el problema europeo es también la desmoralización, las naciones europeas no tienen pretensión de reorganizarse, de tener un proyecto en común. En ese momento hay, en toda Europa, una ausencia de ilusión hacia el mañana; las grandes naciones europeas no se restablecen porque en ninguna de ellas existe un espíritu positivo que sirva para su recomposición. Esto no había sucedido jamás en Europa, en Europa siempre había existido una ilusión para sobreponerse a las crisis más violentas o tristes, pero ahora el europeo se había tornado apático y no siente necesidad de imaginar una existencia más deseable: “Hoy en Europa no se estima el presente: instituciones, ideas, placeres saben a rancio. ¿Qué es lo que, en cambio, se desea? En Europa hoy no se desea. No hay cosecha de apetitos. Falta por completo esa incitadora anticipación de un porvenir deseable, que es un órgano esencial en la biología humana. El deseo, secreción exquisita de todo espíritu sano, es lo primero que se agosta cuando la vida declina. Por eso faltan al anciano, y en su hueco vienen a alojarse las reminiscencias” .
Ortega piensa que Europa padece una extenuación en su facultad de desear, que no es posible atribuir a la guerra porque la crisis de la vida europea es anterior a la misma y esta crisis está instalada en las capas más hondas del alma continental.
Ortega dice, citando “La Historia Romana” de Mommsen, que el pueblo romano es un caso único en el conjunto de los conocimientos históricos, porque es el único pueblo que desarrolla entero el ciclo de su vida delante de nuestra contemplación: podemos asistir a su nacimiento y a su extinción, a los otros pueblos no los hemos visto nacer o no los hemos visto morir. Así, Roma es la única trayectoria completa de organismo nacional del que tenemos noticia: “La historia de toda nación, y sobre todo de la nación latina, es un vasto sistema de incorporación” . Pero Ortega advierte que la incorporación no es dilatación, paradigma de esto es la evolución romana: “Roma es primero una comuna, asentada en el monte Palatino y las siete alturas inmediatas: es la Roma palatina, Septimonium, o Roma de la montaña. Luego esta Roma se une con otra comuna frontera, asentada sobre la colina del Quirinal, y desde entonces hay dos Romas: la de la montaña y la de la colina. Ya esta primera escena de la incorporación romana excluye la imagen de dilatación. La Roma total no es una expansión de la Roma palatina, sino la articulación de dos colectividades distintas en una unidad superior” .
Pero esa Roma palatino-quirinal convivía con otros pueblos análogos, latinos, con los que no tenía conexión política alguna. La identidad de raza no conlleva la incorporación en un organismo nacional, aunque a veces favorezca y facilite ese proceso. Roma tuvo que someter a las comunas del Lacio, sus hermanas de raza, con los mismos procedimientos que siglos después usaría para integrar en el Imperio Romano a pueblos étnicamente tan diferentes como los griegos o los germanos. Esto nos da una idea de cómo se fue formando lo que posteriormente denominaremos Europa, partiendo del modelo de Roma. Así, la historia de Roma es una historia de incorporación, dominación, sometimiento, colonización y totalización: “Este esquema es suficiente para mostrarnos que la incorporación histórica no es la dilatación de un núcleo inicial, sino más bien la organización de muchas unidades sociales preexistentes en una nueva estructura. El núcleo inicial, ni se traga los pueblos que va sometiendo, ni anula el carácter de unidades vitales propias que antes tenían. Roma somete las Galias; esto no quiere decir que los galos dejen de sentirse como una entidad social distinta de Roma, y que se disuelvan en una gigantesca masa homogénea, llamada Imperio Romano. No; la cohesión gala perdura, pero queda articulada como una parte en un todo más amplio. Roma misma, núcleo inicial de la incorporación, no es sino otra parte del colosal organismo, que goza de un rango privilegiado por ser el agente de la totalización” .
Pero Ortega nos advierte, como cito en el principio de este apartado, que es una estupidez suponer, históricamente hablando, que cuando se ha formado la unidad superior nacional desde los núcleos inferiores, dejan estos últimos de existir como elementos activamente diferenciados. Es un error pensar, por ejemplo en el caso español, que cuando Castilla redujo a unidad española a Cataluña, Aragón y Vasconia, dejaron estos pueblos de perder su carácter de pueblos diferentes entre sí y del todo que formaban. Por el contrario, sometimiento, unificación, incorporación, etc., no significan la desaparición de los pueblos, sino que en los mismos perdura una latente independencia, aunque sometida. Basta con que disminuya la energía central que obliga a vivir a esos pueblos como un todo, para que automáticamente se ponga de relieve la energía secesionista de esos pueblos adheridos.
También nos advierte Ortega que: “La historia de una nación no es sólo la de su período formativo y ascendente; es también la historia de la decadencia. Y si aquélla consistía en reconstruir las líneas de una progresiva incorporación, ésta describirá el proceso inverso. La historia de la decadencia de una nación es la historia de una vasta desintegración” . Toda unidad nacional debe entenderse como un sistema dinámico y no como una coexistencia inerte; para su mantenimiento es tan básica la fuerza central como la fuerza de dispersión. La energía unificadora o central, necesita de la fuerza contraria, la fuerza de la dispersión que pervive en los grupos, para no debilitarse. Sin este estimulante, la cohesión se atrofia, la unidad nacional se disuelve, las partes se despegan y flotan aisladas, teniendo que volver a vivir cada una como un todo independiente .
Por otro lado, nuestro autor nos habla de la “potencia de nacionalización”: han existido pueblos muy inteligentes que han carecido de dicha potencia y, en cambio, han poseído esta potencia en alto grado pueblos bastante torpes para las tareas científicas o artísticas. Atenas no supo nacionalizar el Oriente mediterráneo, a pesar de su gran perspicacia; en cambio, Roma y Castilla, mal dotadas a nivel intelectual, forjaron las dos más amplias estructuras nacionales. Ese talento nacionalizador es de carácter imperativo, es un saber querer y un saber mandar; pero mandar no es simplemente convencer ni obligar, sino una mezcla de ambas acciones. Ortega estaba en desacuerdo con el pacifismo contemporáneo por su antipatía hacia la fuerza, decía que la sugestión moral y la imposición material van unidas en todo acto de imperar; sin la fuerza no habría habido nada de lo que más nos importaba en el pasado, y si la excluimos del porvenir sólo podremos imaginar una humanidad caótica. En toda auténtica incorporación, la fuerza tiene carácter adjetivo: la potencia verdaderamente sustantiva que impulsa y nutre el proceso es siempre un proyecto sugestivo de vida en común.
Ortega piensa que se debe repudiar toda interpretación estática de la convivencia nacional, que se debe entender de modo dinámico: “No viven juntas las gentes sin más ni más y porque sí; esa cohesión a priori sólo existe en la familia. Los grupos que integran un Estado viven juntos para algo; son una comunidad de propósitos, de anhelos, de grandes utilidades. No conviven por estar juntos, sino para hacer juntos algo” . Cuando los pueblos que rodean a Roma son sometidos, más que por las legiones, se sienten inmersos en una gran empresa vital donde todos pueden colaborar; Roma era un proyecto de organización universal, una tradición jurídica superior, etc., pero el día que Roma dejó de ser un proyecto de futuro, Roma sucumbió.
No es el pasado lo decisivo para la existencia de una nación, ese error nace de buscar en la familia, en la comunidad nativa, etc., el origen del Estado, las naciones se forman y viven de tener un programa para el mañana. Tampoco resulta difícil determinar la misión de la fuerza; por muy profunda que sea la necesidad histórica de la unión entre dos pueblos, siempre se oponen a esa unión diversos intereses particulares, pasiones, prejuicios, etc., que están instalados en la superficie del alma popular que va a aparecer sometida. El intento de vencer tales rencillas mediante la persuasión es vano, sólo es eficaz contra ellas el poder de la fuerza. Desde hace un siglo, dice Ortega, Europa está padeciendo una perniciosa campaña en desprestigio de la fuerza: se ha conseguido imponer una idea falsa, sobre lo que es la fuerza de las armas, en la opinión pública europea, y se la ha presentado como cosa infrahumana y torpe residuo de la animalidad presente en el hombre. Para Ortega, la fuerza de las armas no es fuerza bruta, sino fuerza espiritual; es cierto que la fuerza de las armas no es fuerza racional, pero la razón no circunscribe la espiritualidad . Hay otras potencias que fluyen más profundas que ésta en el espíritu, entre ellas las que actúan en la bélica operación. El influjo de las armas manifiesta, como todo lo espiritual, su carácter persuasivo; no es la violencia material, con la que un ejército aplasta en la batalla a su adversario, lo que produce efectos históricos. La victoria actúa ejemplarmente, poniendo de relieve la superior calidad del ejército vencedor y la superior calidad histórica del pueblo que forjó ese ejército. El estado de guerra permanente en el que viven los pueblos salvajes, es expresión de que ninguno de estos pueblos ha sido capaz de formar un ejército y con el mismo una organización nacional. El pueblo debe sentir su honor vinculado a su ejército, pero no por ser instrumento de castigo para las ofensas que otra nación pueda ocasionar: éste es un honor vano, hacia fuera. Lo primordial es que el pueblo se dé cuenta de que el grado de perfección de su ejército mida los quilates de la moralidad y vitalidad nacionales. La raza que no se siente deshonrada por la incompetencia y desmoralización de su ejército, se halla profundamente enferma e incapaz de agarrarse al planeta . Aunque la fuerza represente un papel secundario y auxiliar en los procesos de incorporación nacional, ésta es inherente a los pueblos creadores e imperiales. El mismo genio que inventa un programa sugestivo de vida en común, sabe siempre forjar una hueste ejemplar, que es la expresión de ese mismo programa.
Partiendo desde esta perspectiva, dice Ortega, debemos mirar en la lejanía el preocupante presente de España, que ha pasado de ser un imperio a ser una nación disgregada. Ortega se cuestiona el porqué de la existencia del separatismo en España y destaca la ignorancia de muchos españoles sobre ese tema: “Uno de los fenómenos más característicos de la vida política española en los últimos veinte años ha sido la aparición de regionalismos, nacionalismos, separatismos; esto es, movimientos de secesión étnica y territorial. ¿Son muchos los españoles que hayan llegado a hacerse cargo de cuál es la verdadera realidad histórica de tales movimientos? Me temo que no” . Ortega es de la opinión de que, para la mayoría de los españoles, el nacionalismo catalán y vasco es un movimiento artificioso y extraído de la nada, sin causas ni motivos profundos. Según este modo de pensar, Cataluña y Vasconia no eran antes de ese movimiento unidades sociales diferentes de Castilla o Andalucía. España era una masa homogénea, sin discontinuidades cualitativas, sin confines interiores de unas partes con otras. Hablar en ese momento de regiones, de pueblos diferentes, de Cataluña o de Euzkadi, es cortar con un cuchillo una masa homogénea y tajar cuerpos distintos en lo que era un volumen compacto .
Pero Ortega nos advierte que la realidad es muy diferente: algunos hombres, movidos por diversos intereses, codicias o envidias, están ejecutando su plan de desmembración nacional, que no existiría sin ellos; los que tienen idea de estos movimientos secesionistas, piensan lógicamente en combatirlos persiguiendo sus ideas, organizaciones y sus hombres. Esto desemboca, por ejemplo, en las luchas entre “unitarios” y “nacionalistas” en Barcelona y en Bilbao: el poder central deberá prestar su incontrastable fuerza a una de las partes contendientes, naturalmente a la unitaria, eso es lo que piden los centralistas vascos y catalanes, que ven a los separatistas como la antítesis de ser español. Ortega discrepa de las opiniones sobre el origen, carácter y tratamiento de esas inquietudes secesionistas; él tiene la impresión de que el “unitarismo” que se había opuesto a los nacionalistas catalanes y vascos, es producto de catalanes y vascos que no habían sido capaces de comprender la historia de España.
Ortega dice que España es una cosa hecha por Castilla, y hay razones para sospechar que sólo cabezas castellanas tienen los órganos idóneos para percibir el gran problema de la España integral. Siempre ha imaginado qué hubiera sucedido si, en vez de hombres de Castilla, hubiesen sido encargados, hace mil años, los unitarios de Cataluña y Vasconia de forjar lo que llamamos España; sospechando que, aplicando sus métodos, dejarían la península convertida en mil cantones. En el fondo, ese modo de entender los nacionalismos es, a su vez, separatismo y particularismo: catalanismo y bizcaitarrismo, aunque de signo contrario . Pero él no pudo predecir que esa secesión sería una de las causas de la posterior guerra civil española.
Ortega dice que Castilla sabe mandar, sólo hay que ver la energía con que acierta a mandarse a sí misma y ser emperador de sí mismo es la primera condición para imperar a los demás. Castilla se afanó por superar la tendencia al hermetismo aldeano que reinaba en los demás pueblos ibéricos y orientó su ánimo hacia las grandes empresas que requerían colaboración. Castilla fue la primera en iniciar largas y complicadas trayectorias de política internacional, otro síntoma de su genio nacionalizador. Las grandes naciones no se hacen, según nuestro autor, desde dentro sino desde fuera; sólo una política acertada internacional posibilita una buena política interior, que es siempre política de poco calado. Sólo en Aragón existía, como en Castilla, una sensibilidad internacional, pero contrarrestada por un defecto más que opuesto a esa virtud: una feroz suspicacia rural y un apego a sus peculiaridades étnicas y tradicionales. Así, la España una nace en la mente de Castilla, pero no como una intuición de algo real -España no era una en realidad- sino como esquema ideal de algo realizable, un proyecto incitador de voluntades. Cuando la tradicional política de Castilla logró conquistar para sus fines el espíritu de Fernando el Católico, todo se hizo posible; es entonces cuando Aragón comprende que Castilla tiene razón y que es preciso incorporarse a una España mayor. Esta unión se hace para lanzar la energía española a los cuatro vientos, para crear un imperio aún más amplio; la vaga imagen de tales empresas es una palpitación de horizontes que atrae, sugestiona e incita a la unión, que funde temperamentos antagónicos en un bloque compacto. La unidad española fue la unificación de dos grandes políticas internacionales que había en Europa: la de Castilla, hacia África y el centro de Europa; la de Aragón, hacia el Mediterráneo. El resultado fue que, por primera vez, se idea una “Weltpolitik”, una política mundial; la historia de España confirma lo que habíamos contemplado en la historia de Roma: la incorporación nacional exige una alta empresa de colaboración y un proyecto sugestivo de vida en común.
Ortega hace alusión a dos testimonios relevantes en esta cuestión: Francesco Guicciardini y Maquiavelo. Guicciardini, embajador florentino en España, cuenta, en su “Relazione di Espagna”, que un día interrogó al rey Fernando: “¿Cómo es posible que un pueblo tan belicoso como el español haya sido siempre conquistado, del todo o en parte, por galos, romanos, cartagineses, vándalos, moros?” . El rey respondió que: “la nación es bastante apta para las armas, pero desordenada, sólo puede hacer con ella grandes cosas el que sepa mantenerla unida y en orden” , y eso es lo que hicieron –añade Guicciardini- los Reyes Católicos: merced a ello pudieron lanzar a España a las grandes empresas militares. Así parece que la unidad es la causa y la condición para hacer grandes cosas, pero es más interesante la relación inversa: la idea de hacer grandes cosas engendra la unificación nacional.
Ortega dice que la mente más clara de esos tiempos era Maquiavelo, su “Príncipe” es una meditación sobre lo que hicieron Fernando el Católico y César Borgia; el maquiavelismo es principalmente el comentario intelectual de un italiano sobre los hechos de dos españoles. Maquiavelo escribe una carta a su amigo Francesco Vettori, otro embajador florentino, a propósito de la tregua inesperada que concede Fernando el Católico al rey de Francia en 1513. Vettori no comprende la política del rey español y Maquiavelo le da una explicación que resultaría profética: “Si hubieseis advertido los designios y procedimientos de este católico rey, no os maravillaríais tanto de esta tregua. Este rey, como sabéis, desde poca y débil fortuna, ha llegado a esta grandeza, y ha tenido siempre que combatir con Estados nuevos y súbditos dudosos, y uno de los modos como los Estados nuevos se sostienen y los ánimos vacilantes se afirman o se mantienen suspensos e irresolutos, è dare di se grande spettazione, teniendo siempre a las gentes con el ánimo arrebatado por la consideración del fin que alcanzarán las resoluciones y las empresas nuevas” . Esa necesidad ha sido conocida y bien usada por ese rey, y de la misma han nacido los asaltos de África, la división del reino de Nápoles, etc., Fernando el Católico fue el gran iniciador de empresas a las cuales les da la finalidad que la suerte le permite y la necesidad le muestra. El suceso posterior hizo patente lo que descubrió Maquiavelo: mientras España tuvo empresas nuevas y existió un sentido de vida en común sobre la convivencia peninsular, la incorporación nacional fue aumentando o no se quebrantó.
El origen de los nacionalismos, separatismos, etc., que estaban apareciendo en España a principios del siglo XX, hay que buscarlo tres siglos atrás; hasta la época de Felipe II el proceso incorporativo va en crecimiento, pero a partir de 1580, vigésimo año de su reinado, todo cuanto acontece en España es decadencia y desintegración. Si hasta entonces la historia de España es ascendente y acumulativa, después la historia de España es decadente y dispersiva. El proceso de desintegración avanza desde la periferia hacia el centro: Países Bajos, Milanesado, Nápoles, etc., a principios del siglo XIX se separan las provincias ultramarinas, y a finales del mismo se separan las colonias menores de América y Extremo Oriente. En 1900, España vuelve a ser lo que fue antes de ser un imperio, pero la desintegración no acaba ahí: el desprendimiento de las últimas posesiones ultramarinas parece ser la señal para el comienzo de la disgregación intrapeninsular. En 1900 ya empiezan a escucharse rumores sobre nacionalismos, separatismos y regionalismos, es un triste espectáculo ver como España queda reducida a nada, como le había sucedido en la antigüedad a Roma. Si el proceso incorporativo consistía en una faena de totalización, en la que grupos sociales diferentes quedaban integrados como partes de un todo; la desintegración es el proceso inverso porque las partes del todo comienzan a vivir como todos aparte: a este fenómeno de la vida histórica lo denomina Ortega “particularismo”. Este particularismo es, según nuestro autor, el carácter más profundo y más grave de la actualidad española. Desde esa perspectiva, es un error juzgar el catalanismo y el bizcaitarrismo como movimientos artificiosos, nacidos del capricho de unas cuantas personas. Por el contrario, estos nacionalismos son la expresión del estado de descomposición en la que ha caído España desde el siglo XVII. La esencia del particularismo es que cada grupo deja de sentirse a sí mismo como parte de un todo, y, en consecuencia, deja de compartir los sentimientos de los demás.
En ese sentido, asegura Ortega, el particularismo existe hoy en toda España, pero modulado según las condiciones de cada región. En Barcelona y Bilbao, que se sentían como las fuerzas económicas mayores de la península, ha tomado el particularismo un cariz agresivo; en Galicia, tierra pobre y habitada por almas rendidas y suspicaces, el particularismo será como una erupción que no puede brotar, y adoptará la fisonomía de un sordo resentimiento. Lo que no acierta a comprender Ortega es porqué preocupa el nacionalismo catalán y vasco y, en cambio, no causa temor el nihilismo de Galicia o Sevilla; eso indica que no se ha percibido aún toda la profundidad de la enfermedad española. Él intenta corregir la desviación que busca el mal radical del catalanismo y el bizcaitarrismo en Cataluña y Vizcaya, cuando en verdad no se encuentra allí: cuando una sociedad se consume víctima del particularismo, se puede afirmar siempre que el primero en mostrarse particularista ha sido el Poder central, y eso es lo que estaba sucediendo en España: “Castilla ha hecho a España, y Castilla la ha deshecho” .
Como núcleo inicial de la incorporación ibérica, Castilla superó su propio particularismo e invitó a los demás pueblos peninsulares a colaborar en un gigantesco proyecto de vida en común; que se mantiene vivo hasta que llega un momento en que, aunque parezca que nada ha cambiado, todo se ha vuelto acartonado y suena a falso: las palabras de antaño se siguen repitiendo pero se han tornado tópicos, ya no influyen en los corazones. No hay ninguna empresa nueva a nivel científico, político o moral; toda la actividad restante consiste en no hacer nada nuevo y conservar el pasado. Castilla se transforma en lo opuesto a sí misma: se vuelve suspicaz, angosta, agria, etc., ya no se ocupa en potenciar la vida de las otras regiones sino que las abandona a sí mismas y empieza a no enterarse de lo que sucede en las mismas . Si Cataluña o Vasconia, dice Ortega, hubiesen sido las razas formidables que ahora imaginan ser, habrían dado un fuerte tirón de Castilla cuando ésta se volvió particularista, es decir, cuando comenzó a no contar con ellas.
Al analizar las diferentes fuerzas que actuaban en la política española durante esos siglos, Ortega se da cuenta de su gran particularismo: empezando por la monarquía y después por la Iglesia, ningún poder nacional ha pensado nada más que en sí mismo, ambas instituciones se han obstinado en hacer adoptar sus destinos propios como los verdaderamente nacionales y han fomentado una selección inversa en la raza española. Lo más importante de los nacionalismos vasco y catalán es, para Ortega, lo que menos se suele advertir en ellos, lo que tienen de común: por una parte, el largo proceso de desintegración que ha segado los dominios de España; por otra parte, el particularismo latente o modulado que existe hoy en el resto del país. Lo demás, la afirmación de la diferencia étnica, el entusiasmo por sus idiomas, etc., no tiene importancia o se puede aprovechar en sentido favorable si la tiene.
Esta interpretación del secesionismo vasco-catalán, como caso específico de un particularismo más general existente en toda España, queda mejor expresada si nos fijamos en otro fenómeno: el particularismo de las clases sociales. La incorporación en la que se crea un gran pueblo es principalmente la articulación de grupos étnicos o políticos diversos; pero a medida que el cuerpo nacional crece y sus necesidades aumentan, se origina un movimiento diferenciador en las funciones sociales y en los órganos que las ejercen. Dentro de la sociedad unitaria van apareciendo pequeños orbes, cada cual con su peculiar atmósfera, con sus principios, intereses y hábitos sentimentales e ideológicos distintos: son el mundo militar, el mundo político, el mundo industrial, el mundo científico y el artístico, el mundo obrero, etc., . El proceso de unificación, en que se organiza una gran sociedad, lleva el contrapunto de un proceso diferenciador que divide esa sociedad en clases, gremios, oficios, etc., Los núcleos étnicos incorporados, existían como todos independientes antes de su incorporación; las clases y grupos profesionales, en cambio, nacen como partes de un todo, y no pueden subsistir aislados como los núcleos étnicos. El industrial necesita del productor de materias primas, del comprador de sus productos, del gobernante que pone orden en el tráfico, del militar que defiende esa orden, etc., Habrá salud nacional en la medida en que cada una de estas clases y gremios tenga conciencia de que es ella meramente un trozo inseparable, un miembro del cuerpo público. Pero todo oficio conlleva un principio de inercia que induce al profesional a irse encerrando cada vez más en el reducido horizonte de sus preocupaciones y hábitos gremiales; abandonado a su propia inclinación, el grupo acaba por perder toda la sensibilidad por la interdependencia social, toda noción de sus propios límites y la disciplina que mutuamente se imponen los gremios al ejercer presión unos sobre otros y sentirse vivir juntos. Es necesario mantener vivaz, en cada clase o profesión, la conciencia de que existen en torno a ella otras clases y profesiones, de cuya cooperación necesitan, que son tan respetables como ella y tienen modos o manías gremiales que deben ser conocidos o tolerados.
Ortega se cuestiona cómo se mantiene viva esa solidaridad, diciendo que la convivencia nacional es una realidad activa y dinámica, no una coexistencia pasiva y estática. La nacionalización se produce en torno a fuertes empresas incitadoras que exigen de todos un máximum de rendimiento y, consecuentemente, de la disciplina y mutuo aprovechamiento. La primera reacción que origina en el hombre una coyuntura difícil o peligrosa, es la concentración de todo su organismo, apretar las filas de las energías vitales, que quedan alerta y en disposición para ser lanzadas contra la hostil situación, algo parecido sucede en un pueblo cuando necesita o quiere en serio hacer algo. En tiempo de guerra, cada ciudadano rompe el recinto hermético de sus propias preocupaciones, y agudizada su sensibilidad para el todo social, emplea su esfuerzo mental en pasar revista a lo que se puede esperar de las demás clases profesionales. Es entonces cuando advierte la angostura de su gremio, la escasez de sus posibilidades y la radical dependencia de los otros grupos; recibe las noticias que le llegan del estado material y moral de otros oficios, de los hombres que en ellos son eminentes y en cuya capacidad puede confiarse. Cada profesión vive en tales circunstancias la vida entera de las demás, nada acontece en un grupo social que no llegue a conocimiento del resto y deje en él su huella. A esta cualidad, que en los casos bélicos se manifiesta de modo superlativo, Ortega la denomina “elasticidad social”: esta elasticidad social hace que la vida de cada individuo quede multiplicada por la de todos los demás.
Ortega dice que: “No es necesario ni importante que las partes de un todo social coincidan con sus deseos y sus ideas; lo necesario e importante es que conozca cada una, y en cierto modo viva, los de las otras” . Cuando esto no sucede, pierde la clase o el gremio la sensibilidad táctil; no siente el contacto y presión de las demás clases y gremios; llega a creer que sólo ella existe, que ella es un todo. Tal es el particularismo de clase, síntoma mucho más grave de descomposición que los movimientos de secesión étnica y territorial; porque las clases y los gremios son partes en sentido más radical que los núcleos étnicos y políticos. La vida social española ofrece, según Ortega, un extremado ejemplo de este atroz particularismo; España es, más bien que una nación, una serie de “compartimientos estancos”. Un claro ejemplo de este compartimiento estanco, dentro de todos los grupos y gremios, es el de la clase profesional de los militares: “Después de las guerras colonial e hispanoyanqui quedó nuestro ejército profundamente deprimido, moralmente desarticulado; por decirlo así, disuelto en gran masa nacional. Nadie se ocupó de él ni siquiera para exigirle en forma elevada, justiciera y competente las debidas responsabilidades. Al mismo tiempo, la voluntad colectiva de España, con rara e inconcebible unanimidad, adoptó sumariamente, radicalmente, la inquebrantable resolución de no volver a entrar en bélicas empresas. Los militares mismos se sintieron en el fondo de su ánima contaminados por esta decisión” . Este es un caso preciso en el que impera la necesidad de interpretar de modo dinámico la convivencia nacional, de comprender que sólo la acción o empresa de hacer un día grandes cosas, es capaz de regular y cohesionar el cuerpo colectivo. El ejército no puede existir cuando se elimina de su horizonte la posibilidad de una guerra, la idea de que el útil va a ser un día usado es necesaria para cuidarlo y mantenerlo a punto. Sin una posible guerra no hay manera de moralizar un ejército, de sustentar en él la disciplina y tener garantía de su eficacia.
Ortega comprende a los pacifistas, pero no comparte sus ideales por que son enemigos de la guerra y piden la supresión de los ejércitos; esta actitud es equivocada en su inicio y lógica en sus consecuencias. Tener un ejército, y no permitir que actúe, es una gran paradoja que han cometido casi todos los españoles desde 1900. Una vez resuelto que no habría guerras, es inevitable que las demás clases se desentiendan del ejército, perdiendo toda sensibilidad para el mundo militar. La reciprocidad se hace inevitable; el grupo social que se siente desatendido reacciona automáticamente con una secesión sentimental. En los componentes de nuestro ejército germina una suspicacia hacia políticos, intelectuales, obreros, etc., en el ejército hay resentimiento y antipatía respecto a las demás clases sociales, y su gremio se hace cada vez más hermético.
La expresión de este pacifismo se acentúa en 1909, cuando una parte del ejército español parte a Marruecos y el pueblo acude a las estaciones para impedir su marcha. Esto hizo reaccionar al ejército, que volvió a formarse plenamente su conciencia de grupo, se unió consigo mismo pero no con el resto de las clases sociales. Marruecos hizo de nuestro ejército un puño cerrado, moralmente dispuesto para el ataque; pero después de esa campaña marroquí, el grupo militar vuelve a quedarse sin finalidad alguna: está desarticulado de las demás clases sociales, que también lo están entre sí, y no tiene respeto hacia las mismas. ¿Cuál fue la consecuencia de esta inquietud? Pues que el ejército perdió la conciencia de ser una parte del todo español, intentando conquistar la nación como sucedió en julio de 1917.
España había pasado, en tres siglos, de ser una gran nación belicosa y con gran ejército, a ser una nación a punto de disgregarse y con un ejército sin empresas que llevar a cabo, por el espíritu pacifista que se había acomodado en la sociedad española de principios del siglo XX. Este pacifismo ocasiona la rebelión del propio estamento militar, que desemboca en el intento de conquista de la propia nación. Cuando un grupo o clase social pierde su fe en la organización nacional, y la sensibilidad con los demás grupos, cree que su propia misión es imponer directamente su voluntad.
Otro problema de la sociedad española es, según Ortega, que el particularismo conduce irremediablemente a la “acción directa”. En estado normal de nacionalización, si una clase desea algo trata de obtenerlo buscando previamente el consenso con los demás. En vez de proceder de inmediato a la satisfacción de su deseo, se cree obligada a lograrlo a través de la voluntad general. Hace seguir a su voluntad privada un itinerario que pasa por las demás voluntades integrantes de la nación y recibe de las mismas la consagración de la legalidad. Este esfuerzo para convencer a los prójimos, y que acepten nuestra particular aspiración, se denomina “acción legal”. El problema aparece cuando hay una clase atacada de particularismo, porque ésta se siente humillada cuando piensa que necesita recurrir a esas instituciones para lograr sus aspiraciones. Es entonces cuando se puede apreciar el resentimiento y la humillación que sienten diversas clases sociales al necesitar ayuda de los políticos para satisfacer sus necesidades. Esta repugnancia hacia los políticos ha sido siempre unánime en las clases españolas, los políticos son los únicos españoles que no cumplen con su deber ni tienen las cualidades necesarias para ejercer su profesión.
Ortega piensa que en España hay gremios bien dotados que ven siempre anuladas sus virtudes por la intervención fatal de los políticos: “¿Cómo se explica que España, pueblo de tan perfectos electores, se obstine en no sustituir a esos perversos elegidos?” . Aquí hay una insinceridad o hipocresía, porque ningún gremio nacional, dice Ortega, puede criticar a los demás. La causa decisiva de la repugnancia que las demás clases sienten hacia el gremio político, simboliza la necesidad que tiene toda clase de contar con las demás. El Parlamento es el órgano de la convivencia nacional demostrativo de trato y acuerdo entre iguales, pero esto es lo que produce irritación y frenesí en el secreto de las conciencias gremiales y de clase: tener que contar con los demás, a quienes en el fondo se desprecia o se odia. La única forma de actividad pública, que en el presente satisface a cada clase, es la imposición inmediata de su propia voluntad: es la acción directa . Este término estaba ligado en principio a la clase obrera, pero habría que llamar así a cuanto se hace en asuntos públicos. La intensidad de esta acción directa dependerá de la fuerza material con que cada gremio cuente. Los obreros llegaron a semejante táctica mediante el desarrollo de su actitud particularista: eran insolidarios con la sociedad, consideraban que las otras clases sociales no tenían derecho a existir porque eran antisociales. Los obreros no eran una parte de la sociedad sino el verdadero todo social, eran los únicos que tenían derecho a una legítima existencia política. Nadie podía impedirles que se adueñaran directamente de lo que era suyo, y la acción indirecta o parlamentarismo era para ellos sinónimo de pacto con usurpadores. Este era el estado de conciencia que actuaba en el espíritu de casi todas las clases españolas.
A medida que vamos avanzando en el análisis de esta genial obra de Ortega, vamos percibiendo la multitud de problemas que asolaban a España a principios del siglo XX. Las clases sociales pensaban que podían funcionar por sí mismas sin ayuda de las demás, lo que nos da una idea del egoísmo que se había instalado en el corazón de los españoles. Si primero son los militares los que se rebelan en España, después son los obreros y los republicanos los que intentan hacer una revolución, partiendo del particularismo y la acción directa. Pero esta revolución es, en realidad, el intento de tomar posesión del Poder público; por eso, aquellos socialistas y republicanos no quisieron contar con nadie, no llamaron con fervorosas palabras al resto de la nación, supusieron que casi todos deseaban lo mismo que ellos e hicieron funcionar el boca a boca en unas cuantas poblaciones. Estas dos rebeliones son ejemplo de lo enferma que estaba la sociedad española, nadie intentaba luchar por sanarla sino que sólo existía el interés propio y no el interés mutuo de un proyecto común que anhelaba nuestro autor.
Ortega, siguiendo con su análisis, nos habla de otro ejemplo de la atrofia en la que se encuentra España: el tópico de que “hoy no hay hombres” en España. Cuando se dice que hoy no hay hombres, se sobreentiende que ayer sí los había; esta frase no quiere significar nada absoluto sino una comparación entre ayer y hoy: ayer es la época de la Restauración y la Regencia, en la que aún había hombres. ¿Qué significa esto? Si fuéramos herederos de una edad favorable, que nos hubiese proporcionado a los españoles personalidades como un Bismarck o un Dostoievski, el reconocimiento de que hoy no existen tales hombres sería lo más natural del mundo. Pero Restauración y Regencia no sólo transcurrieron sin tamañas figuras, sino que son la expresión de la mayor declinación en los destinos étnicos de España. Nadie duda que el contenido vital de nuestro pueblo es muy superior al de esa época, pero ayer había hombres y hoy no.
Ortega compara a las insignes personalidades de ayer y de hoy, llegando a la conclusión de que hoy hay españoles tan buenos o mejores que los de ayer en todas las disciplinas y ejercicios, pero en menor número. La hombría que echa la gente de menos, no consiste en las virtudes que tiene la persona, sino en las dotes que el público, la masa, pone sobre ciertas personas elegidas; pero en estos años han ido muriendo los últimos representantes de aquella edad de hombres. Las masas habían creído en esos hombres, los habían exaltado, y esta fe y respeto multitudinarios aparecían condensados dentro de su mediocre personalidad. No hay cosa que califique de modo más certera a un pueblo y a cada época de su historia, que las relaciones entre la masa y la minoría directora. La acción pública se comporta de manera que el individuo, por sí solo, cualquiera que sea su genialidad, no puede ejercerla de modo eficaz. Un hombre no es nunca eficaz por sus cualidades individuales, sino por la energía social que la masa ha depositado en él; sus talentos personales son sólo el motivo para que se condense en él ese dinamismo social.
“Así, un político irradiará tanto de influjo público cuanto sea el entusiasmo y confianza que su partido haya concentrado en él. Un escritor logrará saturar la conciencia colectiva en la medida que el público sienta hacia él devoción. En cambio, sería falso decir que un individuo influye en la proporción de su talento o de su laboriosidad” . Ortega dice que cuanto más hondo o sabio sea un escritor, mayor distancia habrá entre sus ideas y el vulgo, y más difícil su asimilación por el público. Sólo cuando el lector vulgar tiene confianza en el escritor, y le reconoce una gran superioridad sobre sí mismo, pondrá el esfuerzo necesario para intentar comprenderlo. Pero en un país donde la masa es incapaz de ser humilde y entusiasta, se dan todas las posibilidades para que los únicos escritores influyentes sean los más vulgares. Lo propio sucede con el público: si la masa no se muestra entusiasta con un hombre público, creyéndose tan lista como él, criticará cada uno de sus actos y sus gestos. En las épocas de historia ascendente a nivel nacional, las masas se sienten masas y son una colectividad anónima que simboliza su propia unidad en ciertas personas elegidas, sobre las cuales deposita su entusiasmo vital; es entonces cuando se dice que hay hombres. Pero en las horas decadentes, cuando la nación se desmorona víctima del particularismo, las masas no quieren ser masas y cada miembro de la masa cree tener personalidad directora, haciendo frente a todo el que sobresale y descargando contra él su odio o su envidia; entonces la masa dice que no hay hombres. Ortega hace constar que es un error suponer que el entusiasmo de las masas depende del valer de los hombres directores, la verdad es estrictamente lo contrario: el valor social de los hombres directores depende de la capacidad entusiasta que posea la masa.
Ortega también hace un análisis sociológico en su “España Invertebrada”: “Una tosca sociología, nacida por generación espontánea y que desde hace mucho tiempo domina las opiniones circulantes, tergiversa estos conceptos de masa y minoría selecta, entendiendo por aquélla el conjunto de las clases económicamente inferiores, la plebe, y por ésta las clases más elevadas socialmente. Mientras no corrijamos este quid pro quo no adelantaremos un paso en la inteligencia de lo social” . En toda clase existe siempre una masa vulgar y una minoría sobresaliente; dentro de una sociedad saludable las clases superiores, si lo son de verdad, tendrán una minoría más nutrida y más selecta que las clases inferiores, pero eso no significa que falte en las mismas la masa. La decadencia social es decadencia, precisamente, de que las clases superiores degeneren y se conviertan casi totalmente en masa vulgar. Se debe tener una clara intuición sobre la acción recíproca entre masa y minoría selecta, que es el hecho básico de toda sociedad y el agente de su evolución hacia el bien como hacia el mal .
Cuando hallamos un hombre que es mejor, o que hace algo mejor que nosotros; si tenemos una sensibilidad normal, desearemos llegar a ser verdaderamente como es ese hombre, y hacer las cosas como él las hace. En la imitación actuamos fuera de nuestra auténtica personalidad, fingimos ser como la persona a la que imitamos; pero al asimilar al hombre ejemplar, que vemos como modelo a seguir, toda nuestra persona se polariza y orienta hacia su modo de ser, reformamos verdaderamente nuestra esencia según la pauta admirada. Percibimos como tal la “ejemplaridad” de ese hombre y sentimos “docilidad” ante su ejemplo . Para Ortega, este es el mecanismo elemental creador de toda sociedad: la ejemplaridad de unos pocos se articula en la docilidad de otros muchos, el resultado es que el ejemplo cunde y los inferiores se perfeccionan en el sentido de los mejores. Esta capacidad de entusiasmo con lo óptimo, es la función psíquica que el hombre añade al animal y que hace progresar a nuestra especie frente a la estabilidad relativa de los demás seres vivos.
Los miembros de toda sociedad humana, hasta la más primitiva, se han dado cuenta siempre de que todo acto se puede ejecutar de dos modos, uno mejor y otro peor; existen normas o modos ejemplares de vivir y ser, y la docilidad a esas normas crea la continuidad de convivencia que es la sociedad. La indocilidad, es decir, la insumisión a ciertos tipos normativos de las acciones, conlleva la dispersión de los individuos, pero esas normas fueron en principio acciones ejemplares de algún individuo. Según nuestro autor, no se debe olvidar nunca, si se quiere llegar a una idea clara sobre las fuerzas radicales productoras de socialización, el hecho de que las asociaciones primarias no fueron de carácter político y económico. El Poder, con sus medios violentos, y la utilidad, con su mecanismo de intereses, no han podido engendrar sociedades sino dentro de una previa asociación; estas primigenias sociedades tuvieron un carácter festival, deportivo o religioso, y la ejemplaridad estética o vital de unos pocos atrajo a los dóciles. Todo otro influjo de un hombre sobre los demás, que no sea esa automática emoción suscitada por el ejemplar en los entusiastas que le rodean, son efímeros o secundarios. No hay, ni ha existido nunca, otra aristocracia que la fundada en ese poder de atracción que arrastra a los dóciles en pos de un modelo. La sociedad se divide en gente que manda y gente que obedece, pero esta obediencia no podrá ser normal y permanente sino en la medida en que el obediente otorgue el derecho a mandar al que manda. Un hombre eminente es dotado por la muchedumbre dócil, en vista de su ejemplaridad, de cierta autoridad pública; pero cuando ese hombre muere, su autoridad queda como un hueco social que otros individuos vendrán a ocupar, unas veces con mérito y otras no tanto. Al final, el prestigio de la autoridad dura lo que dura el recuerdo de las personas que la ejercieron. La obediencia supone docilidad, pero no debemos confundir ambos conceptos: se obedece a un mandato, se es dócil a un ejemplo, y el derecho a mandar es anejo a la ejemplaridad.
Así, Ortega define la sociedad como “la unidad dinámica espiritual que forman un ejemplar y sus dóciles. Esto indica que la sociedad es ya de suyo y nativamente un aparato de perfeccionamiento. Sentirse dócil a otro lleva a convivir con él y, simultáneamente, a vivir como él; por tanto, a mejorar en el sentido del modelo. El impulso de entrenamiento hacia ciertos modelos que quede vivo en una sociedad será lo que ésta tenga verdaderamente de tal” . Una raza humana que no haya degenerado produce normalmente, en proporción con el total de sus miembros, cierto número de individuos eminentes, donde las capacidades intelectuales, morales y vitales, se presentan con máxima potencialidad. En las razas más finas, este coeficiente de eminencias es mayor que en las razas bastas, una raza es superior a otra cuando consigue poseer mayor número de personas egregias . La excelencia de estas personalidades óptimas es de tipo muy diverso: dentro de cada clase o grupo se destacan ciertos individuos en los que aparecen extremadas las calidades propias de ese grupo o clase.
Una nación no podría satisfacer sus necesidades históricas si sólo se atuviese a un solo tipo de excelencia. Junto a los eminentes sabios y artistas, se necesita al militar ejemplar, al industrial perfecto, al obrero modelo y al genial hombre de mundo, y todo esto necesita de una nación de mujeres sublimes. La carencia perdurable de alguno de estos tipos de perfección, se hará sentir en el desarrollo multisecular de la vida nacional. La raza cojeará de algún lado, y esta claudicación acarreará a la postre su total decadencia. Es necesario que en el pueblo existan siempre individuos dotados ejemplarmente para el ejercicio de aquellas funciones; de otra suerte, el nivel de ese ejercicio descenderá hasta caer bajo la línea que marca el mínimo de perfección imprescindible . Este mecanismo de ejemplaridad-docilidad, tomado como principio de coexistencia social, tiene la ventaja, no sólo de sugerir cuál es la fuerza espiritual que crea y mantiene las sociedades, sino que también aclara el fenómeno de las decadencias e ilustra la patología de las naciones. Cuando un pueblo se arrastra por los siglos es porque faltan en él hombres ejemplares o porque las masas son indóciles, la coyuntura extrema consiste en que sucedan ambas cosas.
Ortega piensa que debemos fijarnos en que la cuestión de las relaciones entre aristocracia y masa es previa a todos los formalismos éticos y jurídicos, y que ésta nos aparece como la raíz misma del hecho social. Si volvemos la vista hacia la realidad española, descubriremos en ella un paisaje saturado de indocilidad y exento de ejemplaridad. El pueblo español detesta, desde hace siglos, todo hombre ejemplar o está ciego para sus excelentes cualidades; cuando se deja conmover por alguien, se trata de algún personaje inferior que se pone al servicio de los instintos multitudinarios. Dice Ortega que: “después de haber mirado y remirado largamente los diagnósticos que suelen hacerse de la mortal enfermedad padecida por nuestro pueblo, me parece hallar el más cercano a la verdad en la aristofobia u odio a los mejores” .
En fin, ésta es la explicación que nuestro autor nos ofrece sobre las dos Españas: la España imperial y magnánima, y la España desarmada y resquebrajada; entre una y otra sucedieron multitud de despropósitos que han ido sumiendo a España en la decrepitud, porque España se ha anquilosado, se ha quedado vieja frente a Europa y debe rejuvenecer para poderse quitar los lastres del pasado.

4.2. LA EUROPA MODERNA.

Cuando Ortega dice, en su “España Invertebrada”, que el tema de la Europa actual es demasiado tentador para que un día u otro no se rinda a la faena de tratarlo, ya tenía una idea prefijada: del mismo modo que había realizado un completo análisis de la situación española del momento, debía hacer también un análisis de la situación europea. Esta idea la lleva a cabo al cabo de unos años, y la plasma, entre otras tantas, en dos obras sublimes: “La Rebelión de las Masas” (1930) y “Meditación de Europa” (1960), en las que Ortega refleja la gran crisis europea y los orígenes de la misma.
Ortega dice, al comienzo de “Meditación de Europa”, lo siguiente: “Los pueblos europeos están desde hace siglos habituados a que conforme van aconteciendo los cambios históricos haya gentes que se encargan de intentar aclararlos, de procurar definirlos. Ha sido ésta la labor de la pura intelectualidad” . En esta cita, Ortega nos está advirtiendo sobre las dificultades por las que atravesaba Europa en ese momento. Esta obra se publicó después de la muerte de Ortega, en 1955.
¿Qué trata de decirnos Ortega en este pasaje? Ortega nos explica que los organismos sociales europeos estaban habituados a que los intelectuales fueran esclareciendo los cambios históricos a medida que iban sucediendo; pero, por primera vez desde hacía siglos, esa labor esclarecedora se había incumplido durante los últimos veinte años. Los auténticos intelectuales habían guardado silencio por razones diversas y bien fundadas, cuando en Europa estaban sucediendo hechos históricos de enorme calado y que requerían necesariamente una aclaración. Esto origina que a las angustias, dolores, derrumbamientos, penalidades, etc., se ha añadido, para aumentar el sufrimiento de los europeos, la falta de absoluta de claridad sobre eso que sufrían. El dolor quedó y queda multiplicado por la tiniebla en que se produce .
Otra dificultad consiste, según Ortega, en que Europa es un espacio impregnado de una civilización, la europea, que se había convertido para los mismos europeos en un problema. Europa se ha vuelto cuestionable, nuestra civilización se ha vuelto problemática y hace que nos cuestionemos los principios de la misma; pero eso no significa que sea algo triste o lamentable, sino que, por el contrario, en nosotros está germinando una nueva forma de civilización. Bajo las catástrofes aparentes, está naciendo una nueva figura de existencia humana y la civilización europea duda de sí misma; por debajo de los fenómenos superficiales, como la penuria económica y el confusionismo político, el hombre europeo comienza a emerger de la catástrofe y gracias a la misma. Las catástrofes pertenecen a la normalidad de la historia, y son una pieza necesaria en el funcionamiento del destino humano.
Dice Ortega, citando las “Lecciones sobre la Filosofía de la Historia Universal” de Hegel: “Lo que puede deprimirnos es que la más rica figura, la vida más bella encuentra su ocaso en la historia. En la historia caminamos ante las ruinas de lo egregio. La historia nos arranca de lo más noble y hermoso, que tanto nos interesa. Las pasiones lo han hecho sucumbir. Es perecedero. Todo parece pasar y nada permanecer. Todo viajero ha sentido esa melancolía” . Las ruinas forman parte de la íntima economía de la historia; son terribles para los arruinados, pero más terrible sería que la historia no fuese capaz de ruinas. Sentimos como una pesadilla imaginar que se hubieran conservado todas las construcciones del pasado, no tendríamos lugar donde asentarnos. Por eso, Ortega incita a los alemanes a comportarse con dignidad y elegancia ante su atroz hecatombe, viendo en la misma lo que es, algo normal en la historia. Pero la categoría del cambio, la categoría esencial en la historia, tiene un reverso: tras las ruinas se oculta el rejuvenecimiento.
Ortega hace aquí una comparación entre los alemanes y los españoles, diciendo que los alemanes viven dentro de un gran esqueleto, cosa que para los españoles no es demasiado grave porque los españoles amamos también lo esquelético. La fuerza mayor, y más auténtica, del español es que no pone condiciones a la vida; siempre está presto a aceptarla, sea cual sea la cara con que ésta se presenta. Esto nos da una insuperable libertad ante la vida y por ello respondemos siempre en esas situaciones en las que se ha perdido toda esperanza. Por eso nos hemos especializado en guerras de independencia y en guerras civiles, que son guerras de desesperación. Esta tradición española le hace percibir a Ortega que, dentro de ese esqueleto, los alemanes también están resueltos a vivir con una serenidad, un empuje y una sonrisa de juventud ejemplares. Los alemanes se deben liberar cuanto antes, en su estado de ánimo actual, del efecto traumático de la catástrofe y se deben quedar sólo con lo esencial, que consiste en dos cosas: una, la ilimitada capacidad de enérgica reacción residente en el pueblo alemán, que lo convierte en el único pueblo joven de Occidente; otra, la aceptación tranquila, digna y elegante de la derrota.
Ambas naciones eran conscientes de ser el paradigma de la derrota, pero de muy diferente modo: España acababa de sufrir una cruenta guerra civil, en la que sólo hubo derrotados y que dejó nuestro país en la más profunda miseria y desesperación; Alemania, por el contrario, había sido derrotada junto a Italia y Japón, por americanos, ingleses, etc., en la segunda Guerra Mundial. España fue neutral en esta conflagración universal, y así se pudo ir recuperando paulatinamente, haber estado en alguno de los dos bandos en dicha conflagración habría sido el fin de los españoles. España habría sido aniquilada sin más, porque la segunda Guerra Mundial se inicia al finalizar la Guerra Civil española. Ortega dice que los españoles tenemos un espíritu de supervivencia que nos hace sobreponernos a las catástrofes, ese espíritu lo deben tener también los alemanes para liberarse de los efectos de la catástrofe sufrida y asimilar la barbarie cometida.
Ortega dice que los pueblos occidentales se han caracterizado siempre por una forma dual de vida: a medida que cada uno iba formando su genio peculiar, entre ellos o sobre ellos se iba creando un repertorio común de ideas, maneras y entusiasmos. Este destino que les hace, a la vez, progresivamente homogéneos y progresivamente diversos, se debe entender como algo paradójico. En ellos, la homogeneidad no fue ajena a la diversidad, sino que cada nuevo principio uniforme fertilizaba la diversificación. Para los pueblos europeos, vivir ha sido siempre moverse y actuar en un espacio común; para cada uno, vivir era convivir con los demás y esta convivencia tomaba indiferentemente aspecto pacífico o combativo. Las guerras intereuropeas han mostrado casi siempre un curioso estilo que las asemeja a las rencillas domésticas. Evitan la aniquilación del enemigo y son más bien luchas de emulación, como las de los mozos dentro de una aldea, o disputas de herederos por el reparto de un legado familiar.
Dice Ortega que uno de los más graves errores del pensamiento moderno, que aún padecemos, ha sido, en el caso europeo, confundir la sociedad con la asociación: la asociación es lo opuesto a la sociedad. Una sociedad no se constituye por acuerdo de voluntades; todo acuerdo de voluntades presupone la existencia de una sociedad, de gentes que conviven, y el acuerdo no puede consistir sino en precisar una u otra forma de esa convivencia, de esa sociedad preexistente. Ortega insinúa que los pueblos europeos son una sociedad desde hace mucho tiempo, son una colectividad en el mismo sentido que tienen estas palabras aplicadas a cada una de las naciones que integran aquélla . Esa sociedad manifiesta que hay costumbres europeas, usos europeos, opinión pública europea, derecho europeo, etc., pero todos estos fenómenos sociales se dan en la forma adecuada al estado de evolución en que se encuentra la sociedad europea, que es tan avanzado como el de sus miembros componentes o naciones.
Ortega entiende por sociedad la convivencia de hombres bajo un determinado sistema de usos, porque derecho, poder público, etc., son usos. Pero si una sociedad es eso, parece incuestionable que lo ha sido Europa, que como sociedad existe con anterioridad a la existencia de las naciones europeas. Las naciones occidentales se han ido formando, en ese sentido, paulatinamente, como núcleos de socialización, dentro de la sociedad europea que preexistía a ellas como un ámbito social. Este espacio histórico fue creado por el Imperio Romano, y la figura geográfica de las naciones que emergen posteriormente coincide bastante con la división administrativa de las Diócesis en el Bajo Imperio. La historia de Europa es la historia de la germinación, desarrollo y plenitud de las naciones occidentales. El hombre europeo ha vivido siempre, a la vez, en dos espacios históricos, en dos sociedades, una menos densa pero más amplia: Europa; otra más densa, pero territorialmente más reducida: el área de cada nación, comarcas o regiones que precedieron, como formas peculiares de sociedad, a las actuales grandes naciones. Aquí reside la clave para la comprensión de nuestra historia medieval, para aclararnos las acciones de guerra y de política, las creaciones de pensamiento, poesía y arte de aquellos siglos . Es un error pensar que Europa es una figura utópica que se logre realizar en el futuro, porque Europa existe con anterioridad a las naciones que la conforman, pero es necesario dar una nueva forma a esa vetusta realidad. La unidad europea dista mucho de ser un programa político para un porvenir inmediato, la unidad europea es el único principio metódico para entender el pasado de Occidente, y especialmente al hombre medieval.
Ortega dice que el pueblo al que pertenecemos, el español, ha vivido como los demás pueblos una forma dual de vida: la que le viene de su fondo europeo, común con los demás, y la suya diferencial que sobre ese fondo se ha creado. La peculiar sociedad que forma cada una de las naciones europeas, tiene, sociológicamente hablando, una doble dimensión: vive en la gran sociedad europea formada por el gran sistema de usos europeos que solemos llamar “civilización” y procede comportándose según sus usos particulares o diferenciales. Al contemplar sinópticamente todo el pasado occidental, Ortega advierte que aparece un ritmo en el predominio que una de las dimensiones logra sobre la otra: ha habido siglos en los que en la sociedad europea predominaba la vida particular de cada pueblo, a los que han seguido otros en los que la peculiaridad nacional sobresalía en cada pueblo. Como ejemplo de lo primero debemos recordar dos de esos siglos: el siglo IX y el siglo XVIII, los siglos europeístas; frente a ellos encontramos siglos de particularismo en los que el fondo común es menos activo y predominante.
Ortega constata que lo que nosotros llamamos propiamente naciones, no aparece plenamente en la historia hasta finales del siglo XVI y comienzos del siglo XVII; pero hay que subrayar que en torno al año 1600, la realidad de las naciones se presenta ya con todos sus atributos. Este hecho general de que las naciones europeas aparezcan en el año 1600, comporta dos grandes excepciones que debemos subrayar por su importancia: primera, el pueblo inglés se había sentido nación mucho antes que los demás pueblos continentales. Inglaterra era, como nación, la más vieja de Occidente, a ello se debía su extraña y peculiar situación actual, y su comportamiento enigmático. Esta anticipación en la conciencia de nacionalidad, por parte de los ingleses, es el caso particular de un fenómeno que no ha sido advertido y que podía considerarse como una ley en la evolución occidental: la normal precedencia del pueblo británico con respecto a los pueblos continentales en casi todas las formas de vida. Salvo en música y pintura, los ingleses habían llegado a todo antes que nosotros; pero casi nunca lo hacían con brillantez, porque para ello necesitaban entregarse de modo radical a una nueva inspiración y eso requería una generosidad infrecuente en los británicos.
La segunda excepción es la de Alemania, que tardó mucho más en llegar a una madura conciencia de nacionalidad. Entre 1800 y 1830, los alemanes no sabían bien si eran una nación ni cómo lo eran. Estas dos excepciones, la anticipación de Inglaterra y el retraso de Alemania, en cuanto a su conciencia de nacionalidad, son la clave de lo que va a acontecer en los próximos años. Por eso es necesario, según nuestro autor, conseguir alguna claridad y precisión sobre la realidad que llamamos naciones. Las naciones europeas han llegado a un instante en que sólo pueden salvarse si logran superarse a sí mismas como naciones, si se consigue hacer en ellas vigente la opinión de que la nacionalidad, como forma más perfecta de vida colectiva, es un anacronismo y carece de fertilidad hacia el futuro.
Ortega piensa que la idea de nación no se puede concretar en pocas palabras, nos podemos acercar a su comprensión si la comparamos con la idea de “polis” o “urbs”, de la ciudad grecoitálica, que es una idea menos abstracta y menos rica, con menos contenido que la idea de nación: el griego y el romano no acertaron a imaginar nunca esta idea de nación. En la polis es esencial la visibilidad de sus componentes, es decir, que su contingente social sea manifiesto, y eso nos permite caracterizarla como una sociedad en plena superficie. Frente a la polis, la nación es siempre populosa, multitudinaria y su forma social se caracteriza por ser esencialmente profunda, la mayor porción de su realidad y de sus componentes es recóndita y latente. La idea de nación lleva consigo una fe en la potencialidad del cuerpo colectivo que hace a sus miembros esperar grandes cosas del mismo. Pero la fe en estas posibilidades no se nutre de lo que está a la vista en la nación, sino de presuntas riquezas escondidas en los invisibles senos nacionales . En este primer rasgo de la nacionalidad nos aparece ésta acusando extraordinariamente su dimensión de futuro, cosa que no acontece con la polis, cuyo futurismo apenas se destaca y está como atrofiado; la polis vive en un perpetuo presente.
La superficialidad de la polis no es accidental, tiene su fundamento en su propio origen. La nación tiene un origen vegetativo y espontáneo; la polis, en cambio, surge de una deliberada voluntad para un fin. El origen de la polis es un “telos” o finalidad, que aspira a la “teleiosis” o perfección, pero esta perfección no es sentida como la esperanza de un desarrollo futuro, sino como una calidad presente. El proceso genérico de la polis es inverso al de la nación: la polis comienza ya como Estado, como lúcida y voluntaria organización política, jurídica, administrativa y bélica; la nación sólo llega a ser Estado en su fase de plena maduración: “El nombre es sobremanera feliz porque insinúa desde luego que ella es algo previo a toda voluntad constituyente de sus miembros. Está ahí antes e independientemente de nosotros, sus individuos. Es algo en que nacemos, no es algo que fundamos. La historia de la polis comienza con una –real o legendaria- fundación” . La nación la tenemos a nuestra espalda, es una “vis a tergo” y no sólo una figura a la vista, delante de nuestra mente, como era para el ciudadano la polis.
Alemania e Inglaterra son, para Ortega, los dos polos opuestos de las naciones europeas, que habían perdido la conciencia de ser tales. La distinción entre asociación y sociedad, entre polis y nación, nos permite entender cómo se habían formado las naciones europeas; pero no es realmente el origen de la crisis de desmoralización europea, que desembocó en los dos grandes conflictos mundiales e incidió indirectamente en la crisis española. Alemania e Inglaterra nos sirven de ejemplo para saber cómo empezó la evolución de las naciones europeas: Inglaterra fue la primera nación europea en tener conciencia de ser nación y de ser soberana; Alemania, en cambio, fue la última nación europea en constituirse, teniendo conciencia de ser una nación pero sin creerse una nación soberana. Las naciones europeas volverán a renacer cuando en las mismas se vuelva a instalar ese espíritu perenne europeo anterior a sus naciones, entonces los europeos asimilarán las catástrofes sufridas y volverán a luchar por un proyecto en común; en ese momento, la única nación europea que había logrado restablecer ese espíritu era, sorprendentemente, España. La Guerra Civil había abierto los ojos a los españoles, que estaban comenzando a salir del túnel en el que estaban a raíz de una prolongada crisis que duraba demasiado; provocada por la apatía y el egoísmo de los propios españoles, que había convertido un enorme imperio en una nación resquebrajada.
La crisis europea no se podrá solucionar, según nuestro autor, mientras el europeo no sea consciente de que vive en una doble dimensión: su dimensión como hombre europeo y su dimensión como francés, inglés o español, es decir, como miembro de una nación, dentro del mismo espacio europeo, que convive con otras naciones que tienen un proyecto en común. Europa es como una nación de naciones, es un proyecto inacabado y de futuro; todas las naciones europeas se deben unir en una entidad supranacional o ultranacional para evitar futuros problemas, sino las naciones europeas se acabarán envileciendo como ya predijo Ortega, que denominó a esa entidad supranacional: los “Estados Unidos de Europa”.
Ortega realiza una completa radiografía de los problemas de la sociedad europea en “La Rebelión de las Masas”; el tema de las “masas y las minorías selectas” es primordial para comprender la crisis europea, como ya se aprecia en “España Invertebrada”. En “La Rebelión de las Masas”, Ortega hace un análisis sobre la aparición de las masas y del sujeto que las forma: el hombre-masa. ¿Quién es y por qué surge el hombre-masa? Ortega dice que para contestar a dicha cuestión nos debemos remontar a finales del siglo XIX y principios del siglo XX, cuando se produce en Europa una gran explosión demográfica, propiciada por diversas razones como los grandes avances tecnológicos que habían surgido en Europa en esa época. A la hora de analizar los problemas de España y de Europa, en la modernidad, Ortega nos advierte de la aparición de un hombre nuevo, un hombre fruto de la civilización moderna: el hombre-masa. Esta obra es un análisis de la estructura social de Europa, y por supuesto de España (Ortega pensaba que España estaba retrasada respecto a Europa), cuyo problema es la pérdida de la filosofía. Ante esta situación hay dos posibilidades: el “anverso” y el “reverso”, el anverso es el “cariz óptimo”, que puede dar lugar a una nueva organización social óptima, pero para ello son necesarias unas modificaciones o medidas reguladoras (por ejemplo, que el pueblo se crea soberano además de saber que lo es, los alemanes saben que son una nación soberana, pero no se lo creen; o que suceda un cambio de época). Si se realizan estos cambios, se impondrá el anverso, sino lo hará el reverso.
El reverso es el “cariz tremebundo”, es la inercia o la apatía que lleva a la crisis y a la desmoralización, como es el caso de España. Este es el problema de Europa: el no hacer nada, porque hacer algo significa llegar al anverso; el cariz óptimo se debe crear, el cariz tremebundo siempre puede empeorar. El futuro no se asume sin una clara conciencia del pasado ni de lo que está por venir, los pros y los contras, los anversos y los reversos, etc., eso es lo que no asume el hombre-masa, causa de ese cariz tremebundo. Ortega piensa, como se aprecia en “Meditación de Europa”, que Europa es previa a las naciones que la componen, que provienen de un espíritu occidental cuyo modelo a seguir radica en el Imperio Romano. La reunificación europea recuperaría esta moral o espíritu occidental, que es la única solución a esta crisis. El problema no son las naciones, sino los nacionalismos, que Ortega detesta: “Una nación no está limitada ni por su geografía, ni por su etnia, ni por su lengua, sino por su proyecto” .
La Europa moderna aparece en el siglo XVII con el mundo germánico; este proceso no quiere significar que esté todo hecho en Europa, sino que Europa es un proyecto abierto que se va construyendo, a medida que se va formando necesita más componentes: las naciones que surgirán posteriormente. La vida está siempre añadiendo cosas y no se resuelve en un instante determinado. El peligro radica en lo que Ortega denomina “la inversión de las naciones” o “nacionalismos”, que significa que cualquier nación europea puede creer ser el miembro fundador de Europa y disponer de un derecho superior sobre los demás, creando posteriores desavenencias. Ortega llama a estos nacionalismos provincianismos, y los distingue en dos clases: el “aldeano” y el “legítimo”; el provincianismo aldeano piensa que la nación lo es todo, el provincianismo legítimo ve a la nación como parte del todo que es Europa. Ambos provincianismos son insuficientes y el más dañino es el aldeano, la tarea fundamental es superar ambos nacionalismos mediante el modelo del Imperio Romano.
Según Ortega, el caso europeo es mejor que el del Imperio Romano debido a que cuenta con su propio modelo de formación; Europa no hay que inventarla porque ya está formada, el problema es poner el suficiente empeño para superar su crisis y la situación definitiva que conlleva: la desmoralización. Ortega no desea la unificación o un “Estado” de Europa, sino la unión de las naciones de Europa, no deben desaparecer las naciones sino que debe existir un equilibrio. Contra la inercia de la rebelión de las masas, la apuesta orteguiana consiste en que, tras la desmoralización, debe precipitarse la unión, la solución que propone son los “Estados Unidos de Europa”. Se necesita una empresa abierta a cada una de las partes, un principio unificador de voluntad para adherirse a un proyecto superior. No es el pasado lo que realmente une a los hombres; más que conservar ese pasado común, la esperanza radica en un futuro común, lo más importante de un viaje es el proyecto de hacerlo.
Ortega define así, en “La Rebelión de las Masas”, al hombre-masa: “Masa es el hombre medio, es todo aquél que no se valora a sí mismo, sino que se siente “como todo el mundo” y sin embargo, se siente a sabor al sentirse idéntico a los demás. El Hombre selecto es el que se exige más que los demás. Por tanto, la humanidad puede dividirse entre los que se exigen mucho y acumulan sobre sí mismas dificultades y deberes y las que no se exigen nada especial, es decir, boyas a la deriva. La división de la sociedad en clases de hombres, no en clases sociales. Dentro de cada clase hay masa y minoría auténtica” . Para Ortega, “la masa” es el conjunto de un estereotipo de persona a la que él mismo denomina “hombres-masa”, que no se corresponde con ninguna clase social ni económica, pero sí a una forma de ver la vida. La proliferación de esta clase de persona es producto de los sistemas políticos de su época, además de la ascensión del nivel de vida, pero Ortega no niega la existencia de la masa en otros momentos de la historia. El hombre integrante de la masa cree que con lo que sabe ya tiene suficiente, no tiene la más mínima curiosidad por saber más de lo que sabe. Con el paso de los años ha perdido toda capacidad de asombro y además desprecia todo lo que sea superior a él.
“Masa es todo aquél que no se valora a sí mismo” , dice nuestro autor al comienzo de la obra que nos ocupa, pero no se valora a sí mismo ni para bien ni para mal, lo que realmente le hace sentirse bien es pertenecer a la masa, es decir, ser igual a los demás. Pertenecer a la masa es no tener iniciativas, seguir al resto, ser normal. De este modo, en tanto y cuanto uno se da cuenta de sus limitaciones, se puede sentir desdichado, pero no se sentirá masa. En contraposición a la masa se encuentran las minorías selectas, que tampoco deben pertenecer obligatoriamente a un determinado grupo social (aunque es evidente que atribuir a la minoría el adjetivo de selecta nos sugiere lo opuesto), y que se interesan por aspectos muy concretos y especializados. Esta separación de la sociedad en masa y minorías selectas no es una división social, es una fragmentación de las personas en dos tipos. En cada clase social hay un determinado tipo de masa y minoría con diferencias respecto de las otras clases. Antes, la masa sabía donde se hallaba su posición en la dinámica social y conocía a la perfección en qué campos no podía entrar siendo masa (tenía que dejar de serlo para introducirse en los mismos, cosa que permitía a algunas personas, conscientes de su rango, medrar hacia la minoría). No obstante, la propagación de la masa ha provocado la invasión de ésta en todos los ámbitos, pero sin dejar de ser masa, esto es un craso error según Ortega.
En cuanto al tema de la aristocracia, Ortega piensa que una persona no debe ser ensalzada por lo que hicieron sus mayores, tal y como pasaba con los títulos de nobleza; le parece más razonable lo que hacen los orientales, que dignifican a sus antepasados cuando realizan algún acto de relevancia. El mundo occidental también debe gran parte de su singularidad a que los “ilustres” lo han guiado con corrección. La proliferación del hombre-masa, en la sociedad de la época, había provocado que lujos considerados exclusivos para las minorías, fuesen considerados de dominio público; esto se puede considerar como una rebelión de la masa para cambiar la situación. Hay otro aspecto que Ortega considera revolucionario: era la primera vez que la masa tenía poder sobre sí misma y hacía valer los derechos que tanto esfuerzo le había costado lograr a lo largo de los siglos. Es lo que se llama “imperio de las masas” y realmente merece el calificativo de rebelión, después de muchos años de desigualdades. Ortega no rechaza esto en un principio y lo ve hasta lógico por el nivel de ascensión del nivel de vida, pero piensa que es peligroso porque las masas son fácilmente manipulables y la historia ha demostrado que sólo actúan de forma violenta. Las masas no son peligrosas de por sí, pero pueden ser manipuladas por actuantes que esconden malas intenciones.
Así, por un lado tenemos al hombre-masa, paradigma del reverso orteguiano: conformista, apático, limitado, etc., y por otro está la minoría elitista o selecta, que se valora a sí misma, se exige mucho y logra sus objetivos, esta minoría está más cerca del anverso que desea Ortega para superar la crisis europea.
“La Rebelión de las Masas” se puede dividir, a grandes trazos, en tres partes: la primera aborda el tema de la altura de los tiempos, las causas y consecuencias que han derivado en la sensación de altitud que posee el hombre moderno; la segunda trata acerca de la psicología del niño mimado, el problema de la acción directa y el especialismo; por último, en la tercera se reivindica la necesidad de la filosofía y la amenaza potencial que representa el Estado.
Para explicar más concienzudamente el concepto del hombre-masa, haré una síntesis de cada capítulo de esta obra que nos ocupa, para profundizar más en el pensamiento orteguiano.




Capítulo I: “El hecho de las aglomeraciones”

En este primer capítulo, Ortega ya nos deja entrever el “leif motive” del libro: “la rebelión de las masas”, es decir, la subida al poder político del hombre-masa; esta “rebelión” no es solamente a nivel político, sino que también lo es a nivel religioso, económico, social, etc., Después habla de la muchedumbre, que hace tiempo que existe pero no como tal, que está repartida a lo largo y ancho de toda la geografía mundial, cada porción de esa muchedumbre vive de modo solitario y apartada de cualquier otra porción.
La aglomeración no es solamente cuantitativa sino también cualitativa, por eso se hace visible el hombre-masa; el problema de la rebelión de las masas es dejarse llevar por la metáfora de la literatura y quedarse en la superficie, el mundo moderno no tiene raíces y se tira por una gran pendiente.
Ortega dice que si trasladamos esta muchedumbre al campo sociológico, nos encontramos ante la “masa social”, que no sería tal si no contara con dos ingredientes: la “masa” ( el hombre medio) y la “minoría” ( grupos de individuos especialmente cualificados).
La minoría está formada por grupos de individuos que, si bien antes pertenecían a la masa, ahora trabajan en un proyecto común y se han convertido en especialistas en algún campo concreto, ya no quieren pertenecer a la masa porque tienen deberes que cumplir y no quieren ser como los demás. Esta división entre masa y minoría no es una clasificación del hombre en ningún status social, sino que lo clasifica en dos tipos de hombres: los que eligen el anverso (la minoría) y los que eligen el reverso (la masa); los primeros eligen el camino de la autosuperación, los otros optan por el camino fácil: dejarse llevar y ser engullidos por la masa. Es evidente que ciertas actividades sólo podrán ser realizadas por la minoría selecta o especializada, el hombre-masa no intentará realizarlas por el simple vagancia o temor de dejar de ser masa. Ortega acaba concluyendo este capítulo advirtiendo el peligro que corre la minoría (que no se siente masa) de ser eliminada por el mero hecho de no ser masa y no pertenecer al grupo vulgar que domina al mundo. En este sentido, dice Ortega que: “Lo característico del momento es que el alma vulgar, sabiéndose vulgar, tiene el denuedo de afirmar el derecho de la vulgaridad y lo impone donde quiera” .

Capítulo II. “ La subida del nivel histórico”

Aquí explica Ortega que en el siglo XVIII se le otorgan a los hombres ciertos privilegios o derechos, y que en el siglo XIX hay una minoría activa, la burguesía, que reclama esos derechos e intenta animar a la mayoría o masa a hacer lo mismo. Pero la masa no siente ni ejerce esos derechos por dejadez o por causa de la sombra del antiguo régimen al que sentían pertenecer. La masa desea que cambie su situación, pero no hace nada por intentar cambiar la misma y espera que lo hagan los demás.
Este capítulo se puede resumir también por su título: en menos de un siglo el nivel de vida ha subido una enormidad y los privilegios de los que sólo gozaba la aristocracia, los posee también ahora el hombre medio, por eso señala Ortega el ademán aristocrático que posee el hombre-masa.
También es evidente la nivelación entre clases sociales, y al igual que sucede ésta acontece la nivelación de los continentes. Ortega manifiesta en este capítulo la “europeización de América”, y no lo opuesto como se pueda pensar; esta visión errónea se debe a que el hombre europeo ha tardado bastante en llegar a ser lo que es, el americano, en cambio, ha surgido súbitamente y ha tardado menos en parecerse al europeo que el hombre europeo en ser tal. No podemos olvidar que la extensa historia europea siempre ha servido de modelo a los americanos.
Esta subida del nivel histórico queda patente en esta cita de Ortega: “El pueblo sabía entonces que era soberano (s. XIX); pero no se lo creía” .






Capítulo III. “La altura de los tiempos”

Este capítulo es uno de los más importantes de este libro porque pone de relieve el pensamiento de su autor: “El siglo XX es superior a todos pero inferior a sí mismo” dice Ortega al principio de este capítulo.
El hecho de las aglomeraciones es un exponente de la subida del nivel histórico, y culmina en la altura de los tiempos. Dice Ortega que se ha avanzado en todo menos en la filosofía, que debe ser la crítica y la superación del idealismo y no sólo hace referencia al desarrollo industrial, sino también al desarrollo social, cultural y filosófico. Para él, el tiempo no es ni abstracto ni cronológico, sino el tiempo que se siente o que se vive, cada comunidad tiene una visión de sí misma superior o inferior al pasado. Las ciencias avanzan una barbaridad y eso nos hace sentir náufragos. Ortega se cuestiona si fueron mejores o peores las épocas pretéritas, y para ello recurre a Jorge Manrique: “Cuando a nuestro parecer cualquier tiempo pasado fue mejor”.
Nos parece que cualquier tiempo pasado fue mejor, pero después vemos que no fue así en todas las épocas y eso lleva a Ortega a decir “que cualquier tiempo pasado fue peor”, poniendo como ejemplo la Edad Media. Nuestra vida es una lid constante en la que necesitamos tomar decisiones continuamente, debemos pensar en el futuro y no en el pasado.
Según piensa Ortega, los siglos I y XX se sienten superiores, lo normal sería sentirnos peor que los que han vivido en el pasado, pero en cambio nos sentimos superiores. En general, cada época cree que sus generaciones están en decadencia, pero en el siglo XX se piensa que las cosas malas que suceden son impropias de esta época. El europeo de principios del siglo XX pensaba que el ser humano había llegado a lo que debía ser (idealismo), pero Ortega cambia esto por lo que se “tenía que ser” o se venía anhelando ser. Los tiempos de plenitud se sienten progresistas en el sentido de que ven que se vive en ese progreso que se ha ido gestando en tiempos preparatorios.
En efecto, estos tiempos preparatorios o siglos satisfechos, están satisfechos de sí mismos pero están muertos por dentro, la auténtica plenitud vital no consiste en la satisfacción. El espesor del presente es posible gracias a la civilización y la cultura, es la paralización de la que se nutre el hombre pero no para quedarse en ella. Dice Ortega, parafraseando a Cervantes, que: “El camino es mejor que la posada”, para referirse a esta cuestión.
La famosa plenitud vital es una conclusión o cierre, la cultura nutre a las personas pero éstas deben seguir adelante y no conformarse. Ortega piensa que su generación es desertora, la cultura es seguridad en la que se asienta el hombre y la vida es el riesgo de asentarse en la misma. Frente a esas épocas autosatisfechas está nuestro tiempo, que no se siente definitivo e intuye que no existen esos tiempos definitivos en la cultura moderna. A él, le parece una estrechez creer que está ya en la plenitud o tiempo definitivo, y ésta es la idea de la modernidad con la que se debe acabar.
Al cuestionarse si estamos o no en decadencia, él piensa que lo decadente no es la vida sino algunos aspectos que se dan en ella, por ejemplo, las ideologías. La decadencia no existe, sino que se debe acabar con la vida moderna mediante la superación de la misma. La modernidad se centra en la política y en la cultura, el problema es que lo impregna todo y existen muchas cosas en la vida que no son decadentes, por eso debemos deshacernos de la modernidad. Para finalizar este capítulo, haré alusión a esta cita de Ortega: “Una vida que no prefiere ninguna de antes, de ningún antes, por lo tanto que se prefiere a sí misma, no puede en ningún sentido serio llamarse decadente” .

Capítulo IV. “El crecimiento de la vida”

Con este “crecimiento de la vida”, el autor se refiere a que hoy estamos enterados de todo lo que sucede en el mundo, con esta visión del mundo como un todo se termina con las barreras que antes separaban a los diferentes pueblos que habitan en el mundo.
Con esta globalización, el hombre también está consiguiendo el “dominio” del tiempo, cada vez se invierte menos tiempo en realizar el mayor número de cosas posible. Ortega nos dice que cada día se nos abren más puertas a la hora de elegir lo que deseamos, tenemos más posibilidades ante cualquier cosa de las que teníamos antes: “Nuestra vida es, en todo instante y antes que nada, conciencia de lo que nos es posible” , dice Ortega al referirse a este tema.
A partir de ahora tendremos como mínimo dos posibilidades a la hora de elegir, el mundo es un conjunto de posibilidades que se abren ante nuestros ojos. Ortega señala que nuestra vida está sufriendo un gran aumento, en cuanto a potencialidad y posibilidades se refiere, en todos los campos posibles: oficios, deportes, ciencia, etc.,
Al final de este capítulo, Ortega se pregunta: ¿cómo es posible que la sociedad europea esté en decadencia teniendo a su alcance tan amplio abanico de opciones así como las mayores comodidades de la historia?, él piensa que eso es debido a que la sociedad europea carece de vitalidad o fuerza vital, y que lo peor de todo es que esa carencia es generalizada y palpable en la sociedad porque la misma no cree ser capaz de superarse y desconfía de lo que pueda suceder en el futuro.

Capítulo V. “ Un dato estadístico”

Ortega se pregunta, según lo que hemos visto hasta ahora, qué es la vida, y dice que la vida es decidir entre las posibilidades de lo que, en efecto, vamos a ser, él habla de la “ circunstancia” ( ante las posibilidades) y de la “ decisión” ( lo que vamos a ser). Lo que ve nítido Ortega es que quien decide en el mundo es el hombre-masa, y que éste será el que domine en el mundo o que, mejor dicho, ya lo domina.
Ortega se pregunta, volviendo al principio: ¿de dónde ha salido tanta muchedumbre?, y dice que aquí surge el dato que debemos tener en cuenta: en los últimos cien años, la población europea ha triplicado su media que se mantenía constante desde el siglo VI. Este dato es significativo a la hora de compararnos con América, ya que su población se queda en una tercera parte de la europea. Además, dice que América está hecha del reboso de Europa, y que los principios que han posibilitado este crecimiento han sido la democracia liberal y la técnica.
Por eso, Ortega presagia que: “Si el hombre-masa rebelde sigue a la cabeza de Europa, bastarán sólo treinta años para que nuestro continente retroceda a la barbarie” .

Capítulo VI. “Comienza la disección del hombre-masa”

Aquí nos recuerda Ortega el origen del hombre masa, en el siglo XIX, época en la que se hace presente y comienza a implantarse en la sociedad. La aparición de este nuevo tipo de hombre va íntimamente relacionada con el aumento del nivel de vida, este tipo de hombre vive una vida exenta de impedimentos y su estilo de vida es un hecho sin precedentes.
Tres principios han hecho posible ese nuevo mundo: la democracia liberal, los experimentos científicos y el industrialismo, éstos dos últimos forman la técnica. La importancia del siglo XIX radica en que en el mismo se instauran la técnica y la democracia liberal, pero no porque ambos surjan ahora, ya que existían con anterioridad.
Así, en el siglo XX vive un hombre con muchas comodidades y pocas preocupaciones, pero cree que estas ventajas son fruto de la naturaleza y no es consciente de que es un hombre beneficiario del esfuerzo realizado, en el siglo XIX, por sus predecesores, para que logre vivir de ese modo. Dice Ortega que tenemos dos características nuevas del hombre-masa: la ignorancia de su pasado y la libertad de decisión. Esto se plasma mejor en esta cita de Ortega: “La perfección misma con que el siglo XIX ha dado una organización a ciertos órdenes de la vida, es origen de que las masas beneficiarias no la consideren como organización, sino como naturaleza. Así se explica y define el absurdo estado de ánimo que esas masas revelan: no les preocupa más que su bienestar, y, al mismo tiempo son insolidarias de las causas de ese bienestar” .

Capítulo VII. “ Vida noble y vida vulgar, o esfuerzo e inercia”

En este capítulo, Ortega compara al hombre-masa con el hombre antiguo y después con el hombre noble. La primera comparación es reiterar lo dicho en otros capítulos, así que la verdadera cuestión de este capítulo es la del hombre excelente o noble.
El hombre excelente, dice Ortega, es aquél que se exige a sí mismo y su vida es pura disciplina, existen dos clases de nobles: el “noble originario” y el “noble hereditario”, sus nombres lo dicen todo.
El noble originario es la persona que le traspasará todos sus poderes como noble a su heredero, y es quien verdaderamente ha conseguido ese título nobiliario; el noble hereditario es el que recibe esos poderes, y luego puede utilizarlos del modo que más le convenga.
Dice Ortega que nobleza es sinónimo de vida esforzada y superación, justamente lo opuesto al hombre-masa. Este es el porqué del hombre-masa, no porque actúe en masa sino porque forma una masa inerte. Ortega define al hombre excelente así: “En cambio, el hombre selecto o excelente está constituido por una íntima necesidad de apelar de sí mismo a una norma más allá de él, superior a él, a cuyo servicio libremente se pone” .

Capítulo VIII. ”Porqué las masas intervienen en todo, y porqué solo intervienen violentamente”

Dice Ortega que el problema de la humanidad, entre otros, es una característica del hombre-masa: la rebeldía. El hombre-masa se siente perfecto y piensa que no debe buscar nada en el exterior, cree que tiene en sí mismo todo lo necesario para autosatisfacerse y se forma unas ideas que piensa que son verdaderas, aunque no lo son, y que le llevan a tener una cierta cultura.
Bajo este telón aparece un hombre que no quiere discutir por nada, que renuncia a la convivencia cultural, y que actúa porque cree tener la razón, la única razón. El problema es que cuando actúa de esta manera, lo hace de modo violento y además cree que su postura es la idónea. Esta situación está desembocando paulatinamente en la destrucción de la civilización, se está perdiendo el diálogo.
Para acabar, dice Ortega que el mundo desea la llegada de la democracia liberal con la que se puede conseguir que desaparezca la acción directa, pero la masa no es de la misma opinión porque eso significaría su propio fin.

Capítulo IX. “ Primitivismo y técnica”

Ortega y Gasset comienza este capítulo recordando de nuevo lo acontecido hasta el momento. Después nos advierte de que la aparición del hombre-masa puede dar lugar a una nueva forma de vida, que puede convertirse en una catástrofe para la humanidad.
Otro problema es que en el poder se encuentra un hombre que no se interesa por la civilización ni por sus principios, esos principios están en la ciencia y el hombre-masa muestra total desinterés por la misma en el momento que más se necesita. Esto lleva a Ortega a pensar que el hombre actual es un primitivo, y hay autores, como Spengler, que afirman que después de este modelo de hombre nacerá otro que conocerá todo sobre la técnica.
El resto del capítulo es un alegato a favor de la técnica y en contra del hombre-masa.

Capítulo X. “ Primitivismo e historia”

Ortega piensa que tenemos motivos suficientes para pensar que nuestra civilización está retrocediendo hacia el primitivismo, y este retroceso está en nuestras manos evitarlo, debemos evitar el primitivismo al que se entrega el hombre-masa como si de una selva se tratase.
Ortega vuelve a la cuestión de siempre: ¿por qué sucede esto precisamente ahora que tenemos todos los medios a nuestro alcance? , él piensa que si otras civilizaciones murieron por falta de principios, sería una incongruencia pensar que ahora suceda precisamente lo contrario, para evitarlo tenemos que aprender a convivir con los recursos que nos ofrece nuestra generación.
Ortega dice que para luchar contra el primitivismo tenemos el saber histórico, que nos ayudará a no cometer los errores que se produjeron en civilizaciones anteriores. Pero sucede que cada vez sabemos menos de nuestra historia, porque a finales del siglo XIX el hombre empezó a despreocuparse por la misma.
Es en este tiempo cuando surgen dos corrientes políticas: el fascismo y el bolchevismo, que no triunfarán como tampoco lo hicieron ninguna de las revoluciones que hubo con anterioridad ( eso nos dice la historia). Sólo triunfará el movimiento que logre superar el liberalismo, el que no lo consiga fracasará y se volverá a repetir la historia. Sin duda sería más fácil avanzar si no existiera la historia, pero ésta es ineludible y sólo se avanzará realmente de la mano de un movimiento que se apoye en los pilares de la historia.

Capítulo XI. “ La época del señorito satisfecho”

Este es un capítulo resumen en el cual Ortega no nos dice nada nuevo, pero nos recuerda diversos hechos que ahora me dispongo a enunciar: a) el hombre vulgar se ha apoderado del mundo; b) el hombre masa se cree autosuficiente y vive en un mundo lleno de ventajas; c) el hombre-masa ha heredado una civilización, pero se ha despreocupado por ella y no ha intentado cuidarla ni luchar por su estabilidad; d) podemos distinguir tres tipos de hombres: el hombre bárbaro, el hombre masa y el hombre heredero; a este último le denominamos el “señorito satisfecho” pues dispone de todas las comodidades que desea y no tiene preocupaciones, esto conlleva el peligro de que por su culpa podemos retroceder a niveles de vida inferiores; y e) el hombre actual es libre porque su destino es serlo. Después de hacer este resumen, Ortega hace hincapié en la figura del hombre europeo, al que tilda de mentiroso y cínico, cabe decir que esa figura del europeo cínico ha surgido por la apatía de la sociedad.

Capítulo XII. “ La barbarie del especialismo”

Ortega nos vuelve a recalcar aquí que el hombre-masa va ligado a la democracia liberal y a la técnica, y que la raza europea ha surgido gracias, entre otras cosas, a la ciencia experimental.
En este capítulo nos encontramos con una gran incongruencia: el hombre-ciencia es el prototipo del hombre-masa. Ortega se pregunta si eso es posible y dice que la ciencia le convierte en hombre-masa; no la ciencia en sí, que está formada por numerosas piezas de diferentes hombres de nivel medio, sino la especialización. Cuando un científico está investigando, se recluye en su laboratorio y se desentiende del mundo por completo confiando en su autosuficiencia para lograr su objetivo, así se convierte en un especialista.
Este especialista, forma parte de un nuevo grupo de hombres que no son ignorantes porque son hombres de ciencias, pero que tampoco son sabios porque ignoran todo los conocimientos que no sean propios de su especialidad. Esta ignorancia gnoseológica, dice Ortega, convierte al especialista en alguien autosatisfecho y que se cierra en su mundo: ¿no es éste el prototipo del hombre-masa?
Si el especialista intentase preocuparse por otras disciplinas, entonces dejaría de ser hombre-masa. La barbarie del especialismo hace que se creen más hombres-masa, y sin los hombres-ciencia no es posible avanzar.

Capítulo XIII. “ El mayor peligro, el Estado”

Ortega dice que hoy en día el mundo está gobernado por hombres excelentes (físicos), pero sólo cuando gobiernen los filósofos se podrá salvar la humanidad: “Para que la Filosofía impere no es menester que los filósofos imperen –como Platón quiso primero- ni siquiera que los emperadores filosofen –como quiso más modestamente después- Ambas cosas son, en rigor, funestísimas. Para que la filosofía impere, basta con que la haya; es decir, con que los filósofos sean filósofos. Desde hace casi una centuria los filósofos son todo menos eso: son políticos, son pedagogos, son literatos o son hombres de ciencia” .
La masa necesita que alguien la gobierne, pues no puede actuar por sí misma ya que eso significaría ir contra su propia naturaleza, el problema radica en que se está revelando contra sí como reza el título de esta obra. Cuando la masa actúa por sí sola, lo hace con violencia y no podemos permitir que exista una doctrina con la violencia por bandera. Esta violencia se puede frenar, según Ortega, con la llegada de las masas al poder: si se equiparan el poder público y el poder social, no hay motivo para revoluciones.
Actualmente, el Estado funciona de modo eficiente porque el hombre-masa sabe que está a su servicio para socorrerle en los problemas en los que se pueda involucrar. El hombre-masa no actuará de modo espontáneo ante un problema, sino que recurrirá al Estado para que se lo solvente, la sociedad vivirá para el Estado. El Estado degenera el modo de vida de la masa aún sabiendo que depende de la misma, así la paradoja está servida: la sociedad crea un Estado para vivir mejor, y el Estado somete a la misma sociedad.

Capítulo XIV. “ ¿Quién manda en el mundo? “

Este capítulo se divide en nueve partes que intentaré analizar de modo breve y conciso.
La primera parte comienza con la misma pregunta del título: ¿quién manda en el mundo?, y Ortega responde que, atendiendo al concepto de mundo global al que nos referíamos capítulos atrás, podemos pensar que quien mandase entonces seguirá mandando en la actualidad: Europa.
Ortega nos dice que Europa tiene el mando y, por tanto, la fuerza; la mayor fuerza de un Estado es la opinión pública y de esto podemos concluir que el Estado es el Estado de la opinión. El mando estará compuesto por la mayoría de opiniones iguales, que Ortega denomina espíritu, ese espíritu deberá tener la suficiente fuerza para servir de apoyo a los hombres que no tienen opinión.
Ortega acaba esta primera parte reflexionando sobre la posible pérdida de poder de Europa.
En la segunda parte, Ortega nos define el concepto de “cosa” como algo lleno de conceptos inventados por el hombre; esto significa que si a la situación actual le quitamos todos los conceptos inventados por el hombre, llegaremos a la verdadera raíz del problema: Europa no está segura de seguir mandando en el mundo.
Ahora bien, cabe esperar las reacciones de los demás pueblos que no saben quién manda o mandará sobre ellos, ya que estaban acostumbrados a vivir bajo las directrices europeas y ahora que las han desechado no saben a qué atenerse. Como no saben crear un sistema mejor, “se entregan a la cabriola” como dice Ortega, se han quedado sin programa de vida.
En la tercera parte, Ortega se hace la gran pregunta: ¿quién sustituirá a Europa?, a lo que contesta que Europa se ha quedado sin sistema social y no ha sido capaz de sustituir el mismo por algún sistema viable. A partir de aquí, Ortega comienza a elucubrar sobre quién sustituirá a Europa y se da cuenta de que las opciones son escasas e inviables: Moscú no puede sustituir a Europa sencillamente porque los rusos carecen de reglas propias, y Estados Unidos tampoco porque los americanos adoptaron las normas europeas. Así que la solución que Ortega da a esto es la posible creación de los “Estados Unidos de Europa”.
En la cuarta parte, Ortega analiza dos conceptos intrínsecamente ligados: “mandar” y “obedecer”, si no existe alguien a quien obedecer nos encontramos perdidos de nuevo.
El mando tiene como función ordenar, y debe existir alguien que lleve a cabo sus mandatos, es decir, que le obedezca. Este sistema forma una especie de “empresa”: cuando realizamos una acción ordenada previamente, la debemos realizar con la mayor prontitud y entregándonos al máximo. Llegados a este punto, Ortega afirma lo siguiente: “....aceptaría que no mandase nadie si esto no trajese consigo la volatilización de todas las virtudes y dotes del hombre europeo” , y después acaba cuestionándose lo que sucedería si el europeo se acostumbrase a no mandar.
En la 5ª parte, Ortega dice que el planteamiento de la decadencia de Europa comienza precisamente en Europa, cuando las grandes naciones se preguntan a sí mismas si es verdad que comienzan a decaer, y no saben, en realidad , en qué se basan para hacer tal aseveración.
Ortega se pregunta cómo se puede comenzar a resolver este problema, y piensa que lo primero y más urgente es tratar de salvar las diferentes fronteras políticas. Las diferentes ideas políticas que han surgido en cada nación deberán desaparecer, porque solamente consiguiendo la unidad política se podrá superar esa situación.
En la sexta parte, Ortega nos explica el devenir de la urbe y cómo nos hemos ido alejando paulatinamente de la vida rural, hasta el extremo de desplazar la vida rural a la ciudad.
Dice Ortega que el Estado no ha surgido de la nada, sino que se ha ido fraguando a lo largo de la historia. Al principio, el Estado era algo incluso individual, y la unión de muchos individuos dio lugar a interacciones que convirtieron al Estado en una institución cada vez mayor, esto conlleva la coexistencia de dos tipos de convivencias: la interna y la externa.
Cuando consigamos que las relaciones internas, dentro de una sociedad, sean sinónimo de igualdad para todos los ciudadanos, entonces tendremos un Estado realmente nuevo.
La solución del problema de Europa está aquí: las naciones europeas deben superar primero sus diferencias internas, para después superar las externas.
En la séptima parte, Ortega nos habla de que otro problema social es que la gente no ve la realidad tal y como es, sino que ven la realidad que prefieren ver y les da lo mismo si es real o no. Pero existen personas que tienen capacidad para ver la verdadera realidad de las cosas: las personas de “cabeza clara.”
La ciencia que nos permite saber si somos cabezas claras o no es la política, donde encontramos problemas reales que debemos afrontar.
Después, Ortega nos dice que si analizamos la caída del Imperio Romano, vemos que el Imperio Romano devino a partir de una democracia y por el sistema de votación: ¿cómo era posible asegurar un correcto recuento de sufragios en todo el vasto Imperio Romano?, Ortega dice que era un mal sistema.
Ortega explica también que Julio César se convirtió en emperador porque se rebeló frente al poder constituido: en este caso el Senado. La idea de Julio César era la de crear un estado moderno (como el actual), en el que los diferentes pueblos que lo constituyesen colaborasen de manera activa y se sintieran parte de un proyecto social, de un gran cuerpo social.
Ortega nos recuerda que un estado comienza cuando grupos de personas diferentes se obligan a convivir juntos y ese nexo de unión será el proyecto común por el que trabajarán, pero para hacer factible esa unión se deben suprimir las fronteras que suponen las naciones. Las fronteras naturales son las que delimitan un estado y conforman una nación, y cierto es que un estado está formado por diversidad de razas y de lenguas, pero las razas y las lenguas no forman un estado porque lo que constituye un estado es la unión de todos sus individuos. Si no tenemos en cuenta las fronteras, podemos crear el Estado europeo.
En la octava parte, Ortega dice que no sirve de nada defender las naciones, defender una nación es asegurarse un terreno pero nada más, no estamos defendiendo nuestra historia sino la supervivencia y el futuro de nuestra nación. Para la creación de una nación europea, necesitamos un proyecto y un futuro común, del que hemos hablado anteriormente.
Ortega nos rememora los pasos que hasta ese momento se habían dado en Europa para la creación de un estado: 1) varios pueblos forman una unidad y comienzan a actuar sobre los grupos vecinos, 2) los integrantes de ese nuevo grupo se consolidan como tal al ver que sus vecinos son diferentes a ellos y que tienen muchas cosas en común: así nace el nacionalismo. Las guerras que mantienen con el enemigo no hacen sino equilibrar las diferencias entre ellos y poco a poco son conscientes de que tienen mucho en común, y 3) es ahora cuando el Estado está plenamente constituido, es el momento de dialogar con el enemigo y darnos cuenta de su homogeneidad, y así juntos podemos actuar contra otros pueblos más lejanos.
Por último, la novena parte es un repaso de todo lo comentado en este capítulo.

Capítulo XV. “ Se desemboca en la verdadera cuestión”

Dice Ortega que la verdadera cuestión es que el europeo está sin moral y que además es falso que exista una nueva moral, porque esa nueva moral es una “moral sin moral”. El europeo, desmoralizado, se adherirá a cualquier corriente que le sirva para crearse una moral, y en este sentido a lo primero que nos agarramos es al pretexto de la juventud: nos creemos jóvenes porque con la juventud se identifican la libertad y la supremacía de los derechos sobre los deberes.
Pero en verdad no sucede que no exista la moral, sino que se tiene una moral negativa y lo opuesto es un error. En definitiva, es a esto a lo que hemos llegado: a la inmoralidad de Europa.
Para acabar esta síntesis, haré hincapié en una cuestión que Ortega cree importante: el “pacifismo”, y que desarrolla en su “Epilogo para ingleses”.
Ortega define el pacifismo de este modo: “Se llama pacifismo al conjunto de las diferentes actitudes de política exterior cuya única cosa en común es la creencia en que la guerra es un mal y es preciso eliminarla” . No obstante, Ortega se plantea la realidad de la guerra. ¿Supone realmente un mal la guerra?. La guerra es un invento propio de la Humanidad gracias al cual se resuelven los más diversos problemas que tenemos. En el supuesto de que la guerra no existiese, habría que inventar otro procedimiento porque, de no hacerlo así, las numerosas trifulcas que pueden darse se quedarían sin arreglar y eso no haría más que agravar el problema. Además, provocó la invención de otro nuevo hallazgo: la disciplina. Dice Ortega que la genialidad de la guerra radica en dos aspectos fundamentales: su invención y su superación, que es precisamente a lo que debería aspirar el verdadero pacifismo. Al mismo tiempo, deberíamos saber que no se puede tratar de eliminar la guerra sin la más mínima pretensión de sustituirla por otro método mejor. La paz no es lo que queda cuando extirpamos las confrontaciones, sino que requiere una construcción, un trabajo. En esta sección habla Gasset de la esclavitud y, sin llegar a decantarse a favor o en contra, la concibe como otro gran adelanto para el género humano, ya que antes se mataba a los vencidos y tras el “maravilloso” descubrimiento se les permite vivir a cambio de trabajar para el vencedor.